EL MOVIMIENTO
CARISMÁTICO: UNA APROXIMACIÓN HISTÓRICA Y DOCTRINAL
El
Movimiento Carismático es un fenómeno religioso nacido en el Cristianismo, en
la década de 1960. Para este artículo he repasado las razones que sus
partidarios presentan, y las he contrastado con la regla de nuestra Fe: la
Santa Biblia. No he tomado una postura conservadora e inmovilista y, mucho
menos, caprichosa, porque aún vale aquel dicho: Iglesia reformada, siempre
reformándose”. Si después de un análisis detallado de la Sagrada Escritura se
llegara a la conclusión de que el Movimiento Carismático está en la Verdad,
entonces habría que recibirlo con gozo, pues el único compromiso que tenemos es
con Dios nuestro SEÑOR y su Palabra. Por esto mismo he partido del principio de
que “sólo la Escritura” es la única autoridad para la Fe y la práctica del
pueblo de Dios.
Terminología
La
palabra “católico” significa universal. Así que, cuando llamamos católica a la
Iglesia Romana, no excluimos del término católica (: universal) ni a otras
iglesias cristianas ni a todos los que no pertenecen a dicha iglesia. Antes al
contrario, afirmamos que todo verdadero creyente pertenece a la Iglesia
universal o católica de Jesucristo. No obstante, el calificativo católico se
usa, en general y abusivamente, para designar a una denominación eclesial
dentro del Cristianismo: la Iglesia Romana.
Algo
semejante ocurre ahora con el término carismático, el cual se debe aplicar a
todo hijo de Dios; pues no se puede ser tal hijo, si no se es carismático.
Ahora bien, el calificativo carismático, aplicado al movimiento que tratamos,
pierde su sentido original, y es usado para designar a personas o grupos que
creen tanto en la permanencia de las condiciones que se dieron en Pentecostés
como en la permanencia de los ministerios y dones propios de tales condiciones:
apóstoles, profetas, lenguas, revelaciones, sanidades, etc.
Atención al
Espíritu Santo
En los
últimos años está proliferando mucho la literatura sobre los temas
carismáticos, tanto a favor como en contra.
A base
de mucho repetirlo, los carismáticos y los pentecostales, cuya diferencia es
sólo denominacional, parece que han forzado la aceptación generalizada de que
ellos han sido quienes han dado importancia al Espíritu Santo, y que, de no ser
por ellos, la Iglesia no se hubiera acordado de Él.
Pero
esto no es cierto. El SEÑOR usa las herejías para afirmar a su pueblo en la
Verdad, por medio de la cual deja convictos de rebelión a cuantos se apartan de
ella.
Si lo
que carismáticos y pentecostales afirman fuese cierto, es decir, que hasta su
aparición la Iglesia no estaba despierta a la realidad del Espíritu Santo,
entonces han llegado tarde; pues Montano (126-180 d. C.) ya “despertó” a la
Iglesia hace muchos siglos con las mismas doctrinas que ellos pregonan, y sus
pasos se han seguido, más o menos intensamente, en todas las épocas. ¡Que
ninguno se engañe:
Nadie
ha dado más honor y gloria al Espíritu Santo que quienes han creído y defendido
la doctrina bíblica de la salvación por gracia, pues se basa precisamente en la
persona del Espíritu como Señor, y en su acción soberana!
Antecedentes
La
aparición del Movimiento Carismático presupone la existencia de las iglesias
pentecostales, y de una literatura afín a las mismas.
Dentro
del “movimiento de sanidad americano” o influidas por éste, aparecen las
personas que crean las nuevas denominaciones que conforman el pentecostalismo.
El
primero en separarse de su iglesia y formar un grupo independiente es el pastor
bautista Richard G. Spurling. Corría el año 1896. Ya entonces declaraban haber
tenido experiencia de hablar en lenguas. Su organización la llaman: Unión
Cristiana; pero en 1902 se denominará Iglesia de la Santidad; y en 1907,
Iglesia de Dios.
Charles
F. Parham (1873-1929), para muchos el fundador del pentecostalismo, estableció
el Hogar de la Sanidad Betel y la Escuela Bíblica Betel, donde se acude con un
propósito definido: “Conocer y experimentar las señales del bautismo del
Espíritu Santo”.
De
Agnes Ozman se dice que habló en lenguas el 1 de junio de 1901; y como esta
experiencia fue fruto de una búsqueda concreta, se considera aquella fecha como
punto de partida del pentecostalismo moderno.
Su
crecimiento siempre fue por grupos independientes; pero para sus propósitos
evangelísticos buscaron una cierta unificación. Con este fin, se convocó una
convención en Arkansas (USA) en 1914, la cual condujo a la formación de las
Asambleas de Dios: la denominación pentecostal más numerosa y mejor organizada.
En 1948 se unieron diez grupos para formar la Comunidad Pentecostal Americana.
En
Europa, el pentecostalismo tuvo primero una moderada acogida; pero, en las
últimas décadas, su crecimiento ha sido muy importante.
En
Iberoamérica aproximadamente el 80% de los protestantes son de tendencia
pentecostal.
Nacimiento y
expansión
El 3 de
abril de 1960, en Van Nuys (California, USA), en el púlpito de una iglesia
episcopal, Dennis Bennett anunciaba haber hablado en lenguas. La conmoción fue
notoria.
De aquí
y de allá surgieron numerosos testimonios de personas que confesaban haber
experimentado el mismo fenómeno. Como todo esto tenía lugar dentro de iglesias
no-pentecostales, se toma esta fecha –a título referencial– como el momento en
que nace el Movimiento Carismático; aunque este acontecimiento sólo puso de
manifiesto algo que ya existía. A partir de aquí, son muchos los que ven en las
manifestaciones carismáticas la solución a todos los problemas que aquejan a la
Iglesia. Todas las denominaciones eclesiales, en mayor o menor grado, quedan
afectadas por las nuevas ideas.
Dos
organismos deben mencionarse como gestores del rápido crecimiento de este
movimiento: La Comunidad Internacional de Hombres de Negocios del Evangelio
Completo, y la Sociedad de la Bendita Trinidad. Especialmente la primera ha
financiado banquetes y convenciones locales e internacionales con el fin de
presentar el mensaje carismático a las iglesias no-pentecostales.
Al
apoyo económico se une la gran difusión de literatura carismática. Junto a los
temas de escatología milenarista, ocultismo, sexualidad y otras modas, las
editoriales han encontrado un buen filón en lo carismático. Esta literatura
simplista y sensacionalista es una de las piezas clave -por no decir, la
fundamental- del nuevo pentecostalismo.
En el ámbito
romanocatólico, el Movimiento Carismático comenzó en 1966. Fue encabezado por
algunos profesores de la Universidad de Duquesne (Pittsburgh) y por otros de
Notre Dame (Indiana).
Las
principales influencias, como ellos mismos admiten, les vinieron de dos libros
pentecostales: La Cruz y el puñal, por D. Wilkerson, y Hablaron en otras
lenguas, por J. Sherrill. Especialmente el primero fue como un libro de texto
en los comienzos de este Movimiento en círculos romanocatólicos.
A estos
libros debe añadirse la acción personal de unos grupos carismáticos de oración,
dirigidos por respetables damas, donde se respiraba una atmósfera que era “la
más clara expresión de la teología de los Cursillos de Cristiandad”, según
declaración de uno de los pioneros del Movimiento Carismático Romanocatólico,
el cual recibió el bautismo del Espíritu en una de aquellas reuniones, y
trasladó su experiencia carismática a su esfera católicorromana y, a partir de
aquí, el Movimiento Carismático en la Iglesia de Roma tiene un rápido
crecimiento. Y el reconocimiento del mismo, por parte de la jerarquía romana,
ayudó a que su expansión internacional sea actualmente bastante señalada.
Importantes
figuras, especialmente las de inspiración ecuménica, apoyan este Movimiento,
procurándole unas adecuadas parcelas de existencia dentro de la institución
romanocatólica. En este menester, debe ser señalado como portavoz teológico del
Movimiento Carismático Romano-católico y representante del mismo ante la
jerarquía romana al Cardenal L. J. Suenens.
Fundamentos básicos
1. El hombre. El pentecostalismo recogió su antropología del campo
pietista representado por el Movimiento de Santidad, el cual, a su vez, estaba
influido por el espíritu del romanticismo. Éste había afectado a la práctica totalidad
de las esferas sociales como una reacción frente al racionalismo del siglo
XVIII.
En el
terreno religioso, pensadores como F. Schleiermacher y S. Kierkegaard elevaron
a primer plano la experiencia personal y la individualidad en medio de un
contexto cada vez más profundamente configurado por la filosofía de E. Kant, en
la cual el hombre queda formalmente entronizado como ser autónomo, juez y
rector de sí mismo y de la realidad que le circunda.
La
dicotomía romanocatólica de naturaleza-gracia, simplificada en
materia-espíritu, da a la visión pentecostal del hombre su dimensión característica.
Hay que salirse de la materia y elevarse a un mundo donde su contaminación no
le afecte: -”Salid de Romanos 7 y entrad en Romanos 8", era el slogan del
Movimiento de Santidad. Las experiencias carismáticas son un método eficaz para
tal consecución: Cuando estás en un trance de revelación, visión, lenguas o
así, entonces es el momento en que te sientes más “libre” de la materia. Las
experiencias sensacionales son, pues, el terreno donde el pentecostal se siente
realizado.
Este
concepto sobre la naturaleza y condición del hombre no es otro que el
semipelagiano o arminiano, en el cual se fundan la Iglesia Católica Romana y la
mayoría de las iglesias evangélicas -aun cuando algunas de éstas se llamen
“reformadas”.
El
Movimiento Carismático tiene la misma antropología que el pentecostalismo.
Además, con un dato a tener en cuenta: desde su nacimiento hasta nuestros días
se mueve en un contexto en el que la experiencia personal y la individualidad
autónoma reciben de mano del existencialismo un énfasis mucho más radical que
antes.
Así
pues, el hombre, tal como lo ve el neopentecostalismo, no está totalmente
corrompido; su entendimiento, voluntad y afectos pueden percibir las cosas de
Dios, y responder positivamente ante ellas. Si en algo está separado de Dios,
eso se debe a su condición “material”, no a su rebelión y muerte espiritual.
Pero
tal postura o creencia está condenada por la Palabra de Dios, en la cual se
dice que el hombre no regenerado no puede percibir ni responder positivamente a
las cosas de Dios, porque está muerto en sus pecados, y de sí mismo sólo puede
producir el mal (1 Co. 2: 14; Jn. 6: 36, 37, 44; etc.); que la regeneración o
nuevo nacimiento no es obra del poder humano, sino de la gracia de Dios (Jn. 1:
13; 2 Ti. 1: 9-10; Tito 3: 5; etc.); y que seguir el criterio propio o ser
dejado el hombre a sus propios caminos, no es libertad y realización, sino
perdición y confusión (Sal. 81: 12-13; Ro. 1: 21-22; etc.).
Así lo
confiesa la Iglesia que permanece fiel a su Señor: “El hombre, por su caída a
un estado de pecado, ha perdido absolutamente toda capacidad para querer algún
bien espiritual que acompañe a la salvación; por tanto, como hombre natural que
está enteramente opuesto a ese bien y muerto en el pecado, no puede por su
propia fuerza convertirse a sí mismo o prepararse para la conversión”
(Confesión de Fe de Westminster, IX: iii).
2. La Sagrada
Escritura. “Ahora bien, los que desechando la Escritura imaginan no sé
qué camino para llegar a Dios, no deben ser tenidos por hombres equivocados,
sino más bien por gente llena de furor y desatino. De ellos ha surgido hace
poco cierta gente de mal carácter, que con gran orgullo, jactándose de enseñar
en nombre del Espíritu, desprecian la Escritura y se burlan de la sencillez de
los que aún siguen la letra muerta y homicida, como ellos dicen. ( ... ) De
donde fácilmente se entiende que debemos ejercitarnos diligentemente en leer y
oír la Escritura, si queremos percibir algún fruto y utilidad del Espíritu de
Dios. Porque comoquiera que Satanás se viste de ángel de luz, ¿qué autoridad
tendría entre nosotros el Espíritu Santo, si no pudiese ser discernido con
alguna nota inequívoca? (...) No es una afrenta que el Espíritu quede sometido
a la Escritura. Si se le redujera a una regla cualquiera, humana, angélica o
cualquier otra, entonces podría decirse que se le humillaba, y aun que se le
reducía a servidumbre. Pero cuando es comparado consigo mismo, ¿quién puede
decir que con esto se le hace injuria?” (Juan Calvino, Inst. de la Religión
Cristiana, 1, ix y SS.).
Estas
palabras ponen de manifiesto la postura, no sólo de Calvino sino también la de
los reformadores en general, frente a los exaltados espiritualistas
anarquizantes que aparecen ya en el siglo XVI. En esas mismas palabras pueden
contemplarse las actitudes de los modernos herederos del anabaptismo
subjetivista: - La Biblia es letra muerta; la voz del Espíritu es otra cosa más
individual.
Así
pues, el hombre autónomo como juez único no puede tolerar otra autoridad que no
sea él mismo. La Sagrada Escritura, como autoridad absoluta e independiente del
hombre y de cualquier circunstancia, es algo impensable dentro de un sistema
que está fundado sobre el individuo. Frases piadosas como “Dios me ha dicho”,
“el SEÑOR me ha mostrado”, etc., son únicamente una capa con la que se pretende
ocultar el fondo de la cuestión: ¡No se quiere la Palabra escrita infalible de
un Dios soberano, porque, cuando el hombre se coloca como absoluto, sólo
permite la existencia de dioses menores que no tengan otro poder o autoridad que
la otorgada por el individuo!
La
Iglesia Católica Romana se puso por encima de la Sagrada Escritura por medio de
su magisterio eclesiástico, y también ha concedido autoridad moral y doctrinal
a la tradición.
El
pentecostalismo ha puesto por encima de la Escritura lo que ellos llaman “una
obra independiente” del Espíritu, la cual, en el fondo, no es más que la
proyección de la subjetividad humana. Las interpretaciones alegóricas de la
Biblia son un método eficiente para reducir la verdad de Dios al límite de los
intereses humanos.
El
Movimiento Carismático nace y se desarrolla entre iglesias que, de la mano de
la neo-ortodoxia, consideran la Biblia como un libro que no es la Palabra de
Dios escrita (: revelación), infalible e inerrante en todas sus declaraciones y
narraciones históricas. El desprecio, pues, hacia la Sagrada Escritura no es
privativo del pentecostalismo.
La
Palabra de Dios declara que el hombre natural la rechazará siempre (Jn. 8: 43,
47). Por eso no nos extraña lo que el cristianismo nominal hace con la Biblia.
Al mismo tiempo, la Palabra de Dios pone bajo condenación a todos los que la
aborrecen y pretenden instalar su propio criterio en el lugar de la revelación
divina (1 R. 12: 25-33; Mt. 15: 8-9; etc.); y, además, se, ordena solemnemente
que toda pretensión humana debe probarse por la misma Escritura (Gá. 1: 8; 2
Jn. 10; etc.).
La
Iglesia del SEÑOR es clara cuando confiesa: “La autoridad de las Sagradas
Escrituras, por la que deben ser creídas y obedecidas, no depende del testimonio
de ningún hombre o iglesia, sino exclusivamente del testimonio de Dios (quien
en Sí mismo es la Verdad), el Autor de ellas; y deben ser creídas, porque son
la Palabra de Dios. ( ... ) La regla infalible para interpretar la Biblia, es
la Biblia misma. ( ... ) El Juez Supremo por el cual deben decidirse todas las
controversias religiosas, todos los decretos de los concilios, las opiniones de
los hombres antiguos, las doctrinas de hombres y de espíritus individuales, y
en cuya sentencia debemos descansar, no es ningún otro más que el Espíritu
Santo que habla en las Escrituras” (Confesión de Fe de Westminster, I).
3. El pecado. Cualquier sistema montado sobre el hombre como ser
autónomo, juez de sí mismo y de la realidad que le rodea, estará compuesto por
elementos que tengan como propósito final expresar y afirmar tal carácter
autónomo y autosuficiente del individuo.
¿Qué
concepto se tiene del pecado en el sistema carismático-pentecostal? -”La letra
muerta de la Biblia no sirve para definir nada con autoridad; por lo tanto, la
idea de pecado la elabora el hombre mismo, y lo hace para sí mismo”. Considera
pecado fundamentalmente, todo aquello que le impide llegar a la medida que de
sí mismo se ha trazado. Cuando elabora la imagen del creyente perfecto (sin referencia
a lo que al respecto diga la Escritura), establece los modos de llegar a esa
imagen. Todo lo que le estorbe en ese propósito es pecado. Si el hombre ideal
es el que vive en el “bautismo del Espíritu Santo”, en medio de experiencias
extraordinarias de lenguas y visiones en un ambiente superespiritual, entonces
es pecado todo lo que te impide “elevarte” de la materia. Así pues, el pecado
se concibe como carencia. En este caso, carencia de vivencia “espiritual”. Como
la materia impide subir muy alto, de ahí que se la considere la más clara
expresión de la pecaminosidad. (La oposición a lo material se traslada a la
misma Biblia: hay unas palabras materiales que son letra muerta; y frente a
ellas hay un espíritu vivo).
Cuando
los límites de la perfección los ha trazado el hombre, éste puede alcanzarlos;
pero más aún si los obstáculos los ha puesto él mismo a su manera. El
Movimiento Carismático respira la soberbia del perfeccionismo. Quien está en un
mundo superespiritual se siente un superhombre (todo lo contrario a la obra
verdadera del Espíritu de Dios), y basta con que desde ahí mire a su prójimo
para que lo haga “por encima del hombro”. Cuando la medida del pecado la
establece el ser humano, tenemos una santidad también humana al alcance de
cualquiera.
Pero la
Sagrada Escritura dice que el pecado no es una simple carencia, sino una
rebelión positiva y activa contra Dios y su Palabra. Nadie por sí mismo puede
librarse del poder del pecado; y ni aun los elegidos escapan a su corrupción
después de ser hechos salvos. Esa es la Confesión de Fe de la Iglesia:
“De
esta corrupción original, por la cual estamos completamente impedidos,
incapaces y opuestos a todo bien y enteramente inclinados a todo mal, proceden
todas las transgresiones actuales ( ... ) Esta corrupción de naturaleza
permanece durante esta vida en aquellos que son regenerados ( ... ) Todo
pecado, ya sea original o actual, siendo una transgresión de la justa Ley de
Dios y contrario a ella...” (Confesión de Fe de Westminster, VI).
Conclusiones
Cuando
existen tales fundamentos, se eliminan las posibilidades de comunicación y
argumentación con el Movimiento Carismático para aquellos que tenemos las
Sagradas Escrituras como única regla de Fe y práctica de vida. Por esta razón,
en este artículo no he prestado atención particular a aspectos como: hablar en
lenguas, bautismo del Espíritu, etc., pues es más conveniente que se conozcan
los fundamentos en que cada cual se apoya; lo demás son aspectos secundarios.
Aquí
siguen unas concisas declaraciones que por la limitación de espacio no puedo
ampliar. Son datos que deben recordarse en todo estudio sobre el
neopentecostalismo:
– La
Iglesia en su plenitud, como un cuerpo, participa de lo que se obre en
cualquiera de sus miembros. Los milagros y señales portentosos reseñados en las
Escrituras (que son los únicos dignos de crédito) están con nosotros
actualmente; no necesitamos que se repitan; vemos la gloria de Dios en ellos.
Si alguien necesita nuevas señales para “ver” a Dios o creer en Él, con esa
actitud está haciendo a Dios mentiroso, al no creer en su testimonio escrito.
– La
conversión es el bautismo con (o por) el Espíritu Santo.
– Cuando
se hacen reuniones específicas y se emplean métodos concretos para recibir el
bautismo del Espíritu y hablar en lenguas, se está considerando al Espíritu
Santo como siervo, y no como Señor.
– Satanás
tiene (recibido y ordenado por Dios) el poder de obrar señales y milagros
dentro y fuera de la Iglesia. Tales milagros sirven para probar al pueblo de
Dios (Dt. 13: 1-5) y confundir a sus enemigos (2 Tes. 2: 9-12).
– El
neopentecostalismo florece en medio de un clima religioso pragmático. El
problema no es si las cosas son o no son de acuerdo a las Sagradas Escrituras,
sino qué resultados producen, es decir, en qué medida sirven para alcanzar la
meta personal que cada uno se tiene trazada.
– El
Movimiento Carismático Romanocatólico tiene sus bases y formas idénticas a las
del neopentecostalismo. Es significativo ver que, no obstante, el “bautismo del
Espíritu” ha dado a los primeros un nuevo amor y solicitud por María y un nuevo
sentido a las tradiciones, o sea, que fortalece a la Iglesia de Roma.
– La
tiranía, aunque fácil en el terreno religioso, tiene en los grupos carismáticos
su contexto más idóneo.
– Algunos
luchan contra el neopentecostalismo desde sus mismas bases arminianas y
humanistas. En tal posición y actitud sólo pueden moverse un poco las hojas,
pero las raíces permanecen intactas.
A LA LEY Y AL
TESTIMONIO
Como ya
hemos tenido ocasión de ver en este opúsculo, la cuestión de fondo que nos
preocupa en relación con el llamado “movimiento carismático” es la de la
suficiencia de la Sagrada Escritura, en cuanto fuente de revelación doctrinal,
y en cuanto guía de nuestra vida. Si la Biblia es suficiente para mostrarnos el
camino de salvación y para ordenar nuestra conducta, entonces no necesitamos
ninguna otra luz. Por el contrario, cuando alguien busca instrucción espiritual
o revelación fuera de la Biblia y al margen de ella, lo que está diciendo,
quiera o no, es que su confianza en la Escritura es parcial y limitada.
El gran
peligro que encierra la ideología “carismática” es que, en el nombre de Dios,
se pretende recibir nueva revelación sobre cuestiones de conducta, de actividad
e incluso de doctrina. La pretensión de una revelación directa de Dios al
individuo, sin pasar por la Escritura y sin ningún control ni verificación, es
un arma peligrosísima contra la vida de la iglesia cristiana. Es el viejo error
de los falsos profetas que imitaban el “Así dice el Señor” de los profetas
verdaderos, sin que Dios les hubiera enviado. Recordemos aquí el conflicto de
Jeremías con aquellos profetas, Jer. 28.
Ahora
bien, en modo alguno podemos limitar la inmensa riqueza y variedad de las
formas que Dios tiene de comunicarse con nosotros. Por un lado tenemos la
llamada “revelación general” a través de la creación y de la providencia. Por
otro lado tenemos la auténtica dirección del Espíritu, que se manifiesta en la
vida de los creyentes por medio de hechos circunstanciales y por la comunión
espiritual con el Señor. A través de esta comunión y de los vínculos del amor
mutuo, los creyentes “sabemos” lo que Dios quiere que hagamos. Esto es una
dirección personal. No se trata de revelaciones privadas sobre cuestiones
generales que afecten a la iglesia en general, sino de comunicaciones
singulares que el creyente puede discernir. De esa manera, en muchos momentos
de nuestra vida, recibimos verdaderas instrucciones, correciones, consolaciones
y liberaciones del Señor. La Palabra escrita no interviene directamente en esas
manifestaciones, pero es evidente que la riqueza de su enseñanza ha quedado
establecida en nuestro corazón, y de este modo nos garantiza que es el Señor, y
no otro, quien habla a nuestro corazón.
Si nos
preguntamos por qué existe en las iglesias carismáticas de hoy una preferencia
por las “señales”, “milagros”, “dones” y “revelaciones” la respuesta directa es
que la Palabra de Dios ha dejado de estar en el centro de atención de esas
iglesias. De hecho, no es sólo eso; se trata también del síntoma de una grave
enfermedad espiritual, la misma que el apóstol Pablo diagnosticó en la iglesia
de Corinto, 1 Co. 1:22; 2:1-5. Los creyentes de origen judío tenían una preferencia
por las “señales”, mientras que los de origen gentil se sentían atraídos por la
“sabiduría”. Pero el apóstol no cedió ni a unos ni a otros, porque su misión no
consistía en hacer demostraciones maravillosas y llamativas, sino en “predicar
a Cristo crucificado”. A los creyentes les debe bastar el conocimiento de
Cristo y de Su Palabra. Todos los anhelos y deseos han de quedar
satisfechos en Él. Todas las necesidades y carencias quedan resueltas en Él.
Quien tiene el conocimiento de la verdad revelada en la Escritura no necesita
más. Así lo expresa el salmista en el maravilloso Salmo 119. A través de ese
Salmo podemos percibir la plenitud de gozo y seguridad de los hijos de Dios. La
Ley de Dios, o mejor dicho, la “instrucción” de Dios (porque la palabra Toráh
-Ley- viene de una raíz que significa “enseñar”, “instruir”) contiene todo lo
necesario para nuestra vida presente y nuestra salvación futura. Nuestra vida
privada, al igual que nuestra vida comunitaria, ha de ser regulada e inspirada
por el testimonio escrito de la Palabra.
Cuando
alguien viene diciendo: “El Señor me ha dicho…” debemos ponernos en guardia.
Sí, el Señor nos habla, pero lo hace por medio de la Escritura, por sus
verdades, doctrinas, ejemplos, principios e, incluso, por sus silencios. Esa es
la forma del hablar de Dios. Nadie debe arrogarse el privilegio de tener una
“revelación especial” de parte de Dios, como la tuvieron profetas y apóstoles,
porque ello equivale a declararse fundamento de la iglesia, Ef. 2:20, y bien
sabemos que ese fundamento ya quedó establecido. El origen de la mayoría de las
sectas heréticas se encuentra precisamente en los delirios de grandeza de algún
iluminado que se presenta con un “Así dice el Señor...” cuando en realidad sólo
le ha enviado su propia ambición. Todo lo que el creyente necesita saber para
su vida presente y venidera, ya lo ha revelado Dios en su Palabra.
Tampoco
debemos permitir que nadie manipule nuestra vida con un falso mensaje de Dios.
Han habido, y aún los hay, quienes tratan de dirigir nuestra vida con la falsa
autoridad de una revelación destinada a nosotros. Es aquello de: “Hermano/a, el
Señor me ha dicho que tú debes hacer esto y aquello…” ¡como si Dios no pudiera
decírmelo a mí! Esa manipulación de la Palabra de Dios ha causado
grandes estragos entre las filas del pueblo de Dios. ¡Cuántas tragedias y
sufrimientos han tenido que soportar quienes han dado crédito a tales palabras!
Debemos mantener firme el principio de que el Señor conoce a cada una de sus
ovejas, y como Buen Pastor, las llama por nombre y trata con ellas en
particular. El amor y consolación del Señor no requiere mediadores
imprescindibles. Cierto es que el Señor, en su sabiduría, puede usar a otras
personas para hacernos llegar su socorro, pero eso nunca significará una
barrera ni una mediación de carácter sacerdotal. Nuestro único sacerdote es
Cristo mismo, y en Él tenemos la fuente de la sabiduría.
Si esas
pretendidas revelaciones no son necesarias, menos aún lo son las “señales”.
Cuando nuestra confianza está puesta en la Palabra de Dios, nada ni nadie puede
sustituirla. La fe no precisa de “muletas” para andar. Andamos por fe, y no por
vista. Creemos en la autoridad de la Palabra por sí misma. La verdad de Dios es
más evidente que cualquier testimonio de nuestros sentidos. La exigencia de ver
señales es una evidencia de falta de fe en la Palabra. Así se pone de
manifiesto en Mt. 12:38-39. Un pasaje de especial interés es el de Jn. 4:43-54,
la curación del hijo de un hombre importante de Israel. Lo importante de este
pasaje es que el propio Jesús establece la diferencia entre el creer por las
señales y el creer por la palabra. Jesús dijo: “Si no viereis señales y
prodigios, no creeréis” vs.48. El atribulado padre captó de inmediato la
diferencia y en una rápida reacción puso su confianza en la palabra de Jesús:
“...el hombre creyó la palabra que Jesús le dijo, y se fue.”
Uno de
los problemas más acuciantes de las iglesias de nuestro tiempo es el de la
exagerada importancia que se da a todo lo que el apóstol Juan llama “los deseos
de los ojos” 1 Jn. 2:16. Dentro de ese fenómeno hay que inscribir la exagerada
importancia que se atribuye a todo lo que entra por los sentidos. Los cultos de
las iglesias se organizan como si fueran un espectáculo, para gratificar lo
sensorial. La música, el ambiente de humor, la almibarada alocución, etc. es un
marco ideal para excitar los sentidos y preparar a la audiencia para presenciar
alguna “señal” o “milagro”, como por ejemplo alguna pretendida “curación”.
Mientras tanto, la necesidad de la fe va disminuyendo.
Cuanto
más se depende de signos externos, menos se depende de la fe. Cuanto más valor
se le da a los dones, menos se valora la Palabra. Pero lo que el Señor nos
manda es “Que creamos en el nombre de su Hijo Jesucristo, y nos amemos unos a
otros, como nos lo ha mandado” 1 Jn, 3:23. Antes de pedir señales, antes de
exhibir los dones, antes de gloriarnos en los milagros, estemos seguros de que
nuestra fe se puede sostener sin todas esas ayudas. Estemos seguros de que la
Palabra de Dios, la Escritura, es suficiente para mantenernos fieles al Señor,
llenos de amor y gratitud por su obra de redención.
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