¿Le puedo invitar a examinar su Biblia? Mire con cuidado las señales de desgaste a lo largo del filo de las páginas. A menos que su Biblia sea bastante nueva o usted sea un predicador extraordinario, predeciré que usted puede encontrar con su uña del pulgar dónde comienza el Nuevo Testamento. Es donde la tinta dorada se ha desvanecido del filo de las páginas en una línea bien definida. Muy probablemente usted puede encontrar los Salmos o Isaías por los filos de página también.
Usted se puede dar una idea viendo su archivo de sermones.
¿En qué proporción ha predicado textos del Antiguo y del Nuevo Testamento? Si
nosotros vamos a llevar Biblias y no simplemente Testamentos de bolsillo,
seguramente debemos usar el Antiguo Testamento más de lo que lo hacemos. La
Biblia misionera de la iglesia apostólica fue el Antiguo Testamento. Nuestro
Señor en la sinagoga de Nazaret (Lc. 4), Pedro en Pentecostés (Hch. 2), Pablo
en las sinagogas de Asia Menor y Grecia; todos ellos predicaron el evangelio
usando el Antiguo Testamento. Durante el tiempo en que el testimonio apostólico
sobre Cristo todavía se estaba registrando, el Antiguo Testamento era la
Escritura a partir de la cual la iglesia predicó a Cristo.
¿Por qué usamos el Antiguo Testamento con poca frecuencia en
nuestra predicación? Algunos predicadores quizás descuidan el Antiguo
Testamento porque ni siquiera predican textos bíblicos. Ellos prefieren
predicar sobre temas que son más o menos bíblicos. Otros sienten que el Antiguo
Testamento está demasiado lejos de la vida contemporánea. Un gran obstáculo ha
sido la idea de que los textos del Antiguo Testamento no presentan el evangelio
con claridad. Los predicadores cristianos bien pueden tener miedo de predicar
“sermones de sinagoga” o ser legalistas o moralistas en su ministerio desde el
púlpito.
Si vamos a predicar de la Biblia entera, debemos ser capaces
de ver cómo toda la Biblia testifica a Jesucristo. La Biblia tiene una llave,
una que abre la comunicación del Antiguo Testamento con el Nuevo. Esta llave
está presente al final del Evangelio de Lucas (Lc. 24:13-27, 44-48). Se
encuentra en la enseñanza de Jesús después de su resurrección. Cuando Jesús
encontró a los dos discípulos desalentados en camino a Emaús la mañana de su
resurrección, El no les quitó su dolor revelándose a ellos de una vez. El no
los hizo reconocerle diciendo "¡Cleofas!" como antes había dicho
"¡María!” (Jn. 20:16). Al contrario, los reprendió por su necedad. Ellos
no podían creer en la resurrección aún después de oír el informe de las mujeres
acerca de la tumba vacía. ¿Por qué? Porque eran “tardos de corazón para creer
todo lo que los profetas han dicho" (Lc. 24:25). Ellos no reconocieron que
el Cristo tenía que sufrir estas cosas y entrar en su gloria. Jesús comenzó con
los libros de Moisés, y a través de todos los profetas El "les declaraba
en todas las Escrituras lo que de El decían” (v. 27). Sus corazones ardían
dentro de ellos cuando veían como todas las Escrituras se enfocaban en Cristo.
Solamente después de esta experiencia fueron abiertos sus ojos para reconocer
al Señor en el partimiento del pan.
Más tarde, el Cristo resucitado continuó su instrucción,
enseñando “que era necesario que se cumpliese todo lo que está escrito de mí en
la ley de Moisés, en los profetas y en los salmos. Entonces les abrió el
entendimiento para que comprendiesen las Escrituras" (Lc. 24:44, 45). ¿Qué
les enseñó Jesús a sus discípulos durante los cuarenta días entre su
resurrección y su ascensión? Aparentemente la cobertura era extensa: Moisés,
los profetas, los salmos; estas son las tres divisiones importantes de las
Escrituras hebreas. Había progreso también. La frase "comenzando desde
Moisés, y siguiendo por todos los profetas" y el uso del verbo diermêneuô
indica una interpretación razonada. Jesús no presentó un curso en “eisegesis”.
El interpretó lo que las Escrituras dicen y abrió la mente de sus discípulos
para comprenderlo. La comprensión produjo convencimiento, un corazón ardiente.
Aunque Jesús mismo fue su maestro, El no supuso que solo El podría interpretar
las Escrituras. Más bien, El los culpó de ser como insensatos y tardos de
corazón porque ellos no habían percibido el claro significado del Antiguo
Testamento. Desde luego, tan claro es el mensaje de las Escrituras que su
malentendido debía ser por un bloqueo mental de algún tipo, una ceguera a la
verdad expresada.
¿Desearía usted haber podido asistir a la conferencia de
Cristo durante los cuarenta días? ¿Concluye tristemente que usted no tiene idea
respecto a lo que es la interpretación completa y clara del Antiguo Testamento?
Deténgase un momento. Lucas pone énfasis en la
interpretación del Antiguo Testamento en medio de sus dos volúmenes sobre lo
que Jesús hizo y enseñó después de su resurrección y ascensión (Hch. 1:1).
¿Está Lucas, entonces, describiendo enseñanza secreta del estilo gnóstico?
¿Presenta a Jesús como dando instrucción secreta a unos pocos discípulos
quienes fueron iniciados en su doctrina? ¡Claro que no! Lo que Jesús les
explicó sobre el Antiguo Testamento fue la llave para la predicación de sus
discípulos. Lucas registra para nosotros cómo los apóstoles usaron esta nueva
comprensión predicando al Cristo de todas las Escrituras. El sermón de Pedro en
Pentecostés interpretó pasajes de Joel y de los Salmos 16 y 110 (Hch. 2:17-21,
25, 28, 34). Después Pedro declaró en el templo el cumplimiento de "lo que
había anunciado por boca de todos sus profetas"(Hch. 3:18). El citó
Deuteronomio y agregó: "Y todos los profetas desde Samuel en adelante,
cuantos han hablado, también han anunciado estos días” (Hch. 3:24).
Cuando Esteban hizo su defensa, él revisó la historia del
Antiguo Testamento para señalar a Cristo (Hch. 7); Felipe comenzó con Isaías
53:7 para predicar a Jesús al eunuco etíope (Hch. 8:34); Pablo retrató la
redención de Dios en el Exodo y revisó la lista de líderes a quienes Dios dio a
Israel a fin de apuntar al Mesías, la semilla de David (Hch. 13:16-41). Como
Pedro, Pablo citó los Salmos.
En toda la predicación registrada en el libro de los Hechos,
encontramos los mismos temas una y otra vez. Obviamente Lucas no pensó que
estuviéramos en la oscuridad en cuanto a la interpretación de Jesús en el
Antiguo Testamento. Lo que el Señor enseñó a sus discípulos, ellos declararon a
la iglesia. Todo el Nuevo Testamento interpreta el cumplimiento de las promesas
de Dios. Sin el Antiguo Testamento, el evangelio mismo no puede ser bien
entendido. Las citas del Antiguo Testamento están esparcidas por todo el Nuevo
Testamento; las referencias al Antiguo Testamento son aún más abundantes. Mire
en la edición Nestlé del Testamento Griego; las frases antiguotestamentarias
están en letras negritas, y están esparcidas casi en cada página.
Con esta riqueza de ejemplos interpretativos, ¿por qué
estamos tan inseguros en el uso del Antiguo Testamento? Sin duda, hemos
descuidado lo que el Espíritu de Dios nos ha dado. La amplitud y la fuerza de
la interpretación en el Nuevo Testamento son demasiado para nosotros. Estamos
confundidos. ¿En realidad el Nuevo interpreta al Antiguo, o solamente usa su
lenguaje, llenando los odres viejos con vino nuevo? Lejos de percibir los
principios usados en el Nuevo Testamento para interpretar al Antiguo, muchas veces
ni siquiera acreditamos las interpretaciones dadas. No nos atrevemos a
encontrar a Cristo en pasajes donde el Nuevo Testamento no lo encuentra
explícitamente, y tenemos dificultad con algunos de los pasajes en los cuales
sí lo encuentra.
Si nuestra predicación del Antiguo Testamento va a ser
revivificada, necesitamos la abertura del entendimeinto que Cristo dio a sus
discípulos. También necesitamos usar la llave que El dio para abrir las
Escrituras: esta llave es el testimonio que las Escrituras dan de Cristo.
1. La promesa estructural de Dios
Todo el Antiguo Testamento, no solamente los pocos pasajes
que son reconocidos como mesiánicos, nos apuntan a Cristo. Estamos
familiarizados con la profecía mesiánica en el Antiguo Testamento. Cuando
Felipe corrió al carro del oficial etíope y lo oyó leyendo Isaías 53:7, el
evangelista empezó con ese pasaje y predicó a Cristo (Hch. 8:35). Tenemos una
buena idea de lo que Felipe dijo. De la misma manera, podemos entender que el
Salmo 22 es
mesiánico, puesto que Jesús citó su primer versículo en la
cruz. Jesús mismo hizo referencia al Salmo 110, y en la invitación de
David al Señor a sentarse a la diestra de Dios, reconocemos una profecía de la
exaltación de Cristo (Sal. 110:1; Mr. 12:36; 14:62).
Pero, ¿qué del total del Antiguo Testamento?
Podemos empezar preguntando: ¿Cómo es que tenemos un Antiguo
Testamento escrito?¿Cómo podemos explicar la existencia de esta colección de
aparentemente diversos libros, hecha a través de tantos siglos? El Antiguo
Testamento mismo provee una respuesta clara. La Escritura es dada por Dios en
la historia de su pacto con Israel. Las Escrituras aparecen primero en la
historia antiguotestamentaria como el texto del tratado del pacto que hizo Dios
con Israel en Sinaí. Así como el Señor hablando desde el monte provee el modelo
de la revelación divina, también el Señor escribiendo sobre las tablas de
piedra provee el modelo de la Escritura divina. “Y dio a Moisés, cuando acabó
de hablar con él en el monte de Sinaí, dos tablas del testimonio, tablas de
piedra escritas con el dedo de Dios” (Ex. 31:18; vea 24:12; 32:16).
Las tablas de piedra son llamadas “las tablas de testimonio”
(Ex. 31:18; 40:20); el arca es llamada “el arca del testimonio” (Ex. 25:16, 21,
22; 26:33; 39:55). La forma del pacto como tratado explica la palabra
testimonio. Las estipulaciones y las promesas del pacto de Dios con Israel son
testificadas por el registro escrito. Dos copias son necesarias por la misma
razón. Una copia es de Dios; la otra copia es de Israel. Las dos son
depositadas en el arca. La cubierta del arca es el propiciatorio, el símbolo
del trono de Dios en medio de su pueblo. El testimonio del pacto de Dios está
guardado debajo de su trono.
Si Dios fuera infiel a la promesa de su pacto, el pueblo podría
apelar al testimonio que Dios mismo había dado. Sin embargo, si el pueblo fuera
infiel, los “testimonios” grabados en piedra y escritos por Moisés estarían en
posesión de Dios como evidencia de los términos del pacto. A través del
Pentateuco, y particularmente en Deuteronomio, es claro que Israel rompe el
pacto de Dios y que sus sanciones son aplicadas (vea Dt. 30:1-3).
Las Escrituras, pues, son presentadas como el testimonio del
pacto de Dios</strong>. Lo que es cierto de las primeras palabras
escritas por Dios continúa siendo cierto con las demás palabras de las
Escrituras. Por ejemplo, la institución del oficio de profeta toma el
ministerio de Moisés como modelo (Dt. 18:18). El profeta es la boca de Dios,
trayendo la palabra de Dios, así como Aarón fue boca de Moisés, trayendo su
palabra (Ex. 4:12, 16). Además, los profetas sirven para recordar al pueblo
acerca del pacto de Dios dado por Moisés. Refuerzan las advertencias y las
promesas. Enfatizan el “testimonio” de Dios a la infidelidad de Israel. El
profeta Miqueas proclama la controversia de Dios con Israel; Dios
testifica su propia fidelidad y la trasgresión del pacto por parte de Israel
(Mi. 6:1-5).
Predicciones severas de desastre son los resultados
profetizados de tal trasgresión del pacto. Sin embargo, los profetas no
terminan con la sentencia de la ira divina. Con regularidad señalan más allá de
la ira, hacia la misericordia. En Deuteronomio 30:1-10, encontramos un resumen
de la historia del pacto. Las bendiciones que Dios ha prometido, todas se
cumplirán: Israel tomará la tierra y expulsará a sus enemigos; Dios pondrá su
nombre en medio de su pueblo en el lugar que El escogerá. Sin embargo, Israel
continuará rebelándose, y las maldiciones del pacto también se realizarán. El
pueblo será expulsado de su tierra en exilio. Luego, después de las bendiciones
y las maldiciones, Dios unirá a su pueblo esparcido y circuncidará sus
corazones para que amen al Señor con todo su corazón, con toda su alma y para
que vivan.
Esta estructura moldea todo el Antiguo Testamento. Las
bendiciones prometidas son realizadas. Israel toma la tierra; las naciones
enemigas son sujetadas bajo Josué, los jueces y el Rey David. Cada uno descansa
debajo de su parra y debajo de su higuera (I R. 4:25). Salomón dedica el templo
y alaba a Dios porque cumplió todas las promesas que hizo: “Bendito sea Jehová,
que ha dado paz a su pueblo Israel, conforme a todo lo que él había dicho;
ninguna palabra de todas sus promesas que expresó por Moisés su siervo, ha
fallado” (I R. 8:56). Sin embargo, esta cima gloriosa fue la orilla de un
precipicio. La sabiduría de Salomón se convierte en necedad cuando construye
altares idólatras para sus esposas paganas. Roboam, su hijo, es aún más necio;
el reino es dividido. La apostasía abierta de las tribus del norte se sigue por
la de Judá también; los dos reinos van a la cautividad, Israel a Asiria y Judá
a Babilonia.
Los profetas registran esta triste historia y pronuncian sus
juicios lamentables. No obstante, el plan maestro de Deuteronomio 30 sigue
vigente. El juicio no es total ni final, porque Dios es un Dios de misericordia
y de gracia inimaginable. No destruirá a todo su pueblo: un remanente será
preservado. No lo destruirá por siempre: un futuro glorioso de renovación
vendrá. Los “días postreros”, el tiempo después de la bendición y la maldición,
será el tiempo cuando Dios restaurará el tabernáculo caído de David y
establecerá un nuevo pacto en su gracia soberana (Am. 9:11, 12; Jer. 31:31-34;
32:36-41).
¿Cómo puede ser escrito un final tan glorioso de la historia
del pacto de Dios con un pueblo tan rebelde?</span> Solamente si
Dios mismo interviene para ser el Salvador de los suyos, para salvarlos no sólo
de sus enemigos sino también de sí mismos.
Dios tiene que venir, porque la situación de Israel es tan
desesperante que solo Dios lo puede salvar. Ezequiel tiene una visión del
pueblo en la cautividad. La visión es espantosa. El está en medio de un gran
valle, el valle de los muertos. En todas direcciones hay montones de huesos,
ni siquiera esqueletos, sino huesos esparcidos. Solo el Espíritu de Dios puede
dar vida a estos huesos y resucitar a este pueblo de entre los muertos (Ez.
37:1-6).
Como Dios ve que no hay nadie que pueda redimir a su pueblo
de sus opresores, El se viste con la coraza de su justicia y con el yelmo de su
salvación. Vendrá El mismo para salvarlos. Los sacerdotes y los líderes de su
pueblo son pastores falsos a quienes no les importan las ovejas. Dios mismo
vendrá para ser el buen Pastor que libera sus ovejas (Ez. 34:1- 16).
Además, las promesas de Dios son tan grandes que solo Dios
las puede cumplir. Salomón podía alabar a Dios por haber guardado sus promesas
dando a Israel la paz en la tierra prometida. Pero del pecado y de la rebelión
de Israel surge otro nivel de promesas divinas. La misericordia que seguirá a
la ira de Dios será mayor de lo que se puede imaginar. Dios promete no solo la
restauración del cautiverio sino también la bendición universal. La maldición
de la tierra será quitada, Dios bendecirá al campo y al bosque (Is. 43:18-21;
65:17). La creación será transformada: el sol dará más luz, los animales
convivirán en paz, y la tierra será llena del conocimiento de Jehová, como las
aguas cubren el mar (Is. 11:6-9; 60:19-22; 30:23-26). A los restaurados de
Israel será agregado el remanente de las naciones (Is. 49:6; 19:19-25;
66:19-21), y toda la tierra irá al monte del Señor para alabar su nombre (Is.
2:2-4; 25:6-8).
Para consumar tales bendiciones, cumpliendo todas las
promesas dadas a Adán, a Abraham, a Moisés y a David, Dios tiene que redimir a
su pueblo de sus pecados. El hará esto, pues en su venida no solamente
sojuzgará a todos los enemigos del pueblo de Dios (Mi. 7:14- 17), sino también
sojuzgará todas sus iniquidades y “echará en lo profundo del mar todos nuestros
pecados” (Mi. 7:18-20).
¿Con qué tipo de venida puede Dios lograr todas estas
maravillas? Tiene que ser una venida con venganza contra los poderes hostiles:
Dios es el guerrero que pelea para libertar a los pobres y oprimidos (Is.
59:16, 17). Tiene que ser una venida con misericordia para unir y guiar al
rebaño esparcido: Dios es el pastor que redime a su pueblo como hizo en el
tiempo del Exodo cuando lo sacó de Egipto y lo guió por el desierto (Ez.
34:10-16; Is. 40:3, 11). Tiene que ser una venida en creación con la renovación
de la sustancia del cielo y de la tierra (Is. 65:17). Dios es el Espíritu
Creador que respira la vida nueva y lo renueva todo (Ez. 37:11-14).
El misterio es aún más profundo, pues una promesa parece
opuesta a otra. La liberación de Dios será con venganza en el gran Día del
Señor. Sin embargo, los que anhelan ese día no saben lo que buscan (Mal. 3:2;
Am. 5:18-20). Dios vendrá, ¿pero quién aguantará su venida? Con misericordia
Dios clama: “¿Cómo podré abandonarte, oh Efraín?” (Os. 11:8), pero con justicia
Dios declara la ruina de su pueblo pecaminoso. No es pueblo (Lo-ammi), y no
puede recibir la misericordia (Lo-ruhamah, Os. 1:9, 6). Si es necesario que el
fuego renueve la tierra para establecer el nuevo orden de vida, luz y santidad,
¿quién puede sobrevivir el holocausto del juicio final? La explosión de gloria
de la presencia del Señor consumirá a cada pecador caído.
Cuando esta paradoja se presentó a Israel en el desierto,
Dios presagió su resolución. Dios era demasiado santo para morar en medio de
Israel pecaminoso. Lo debía consumir en un momento (Ex. 33:5). ¿No podía morar
en él? ¿No debía guardar su distancia y reunirse con Moisés fuera del
campamento (Ex. 33:7-11)? Podía ir delante del pueblo en la presencia de su
ángel, expulsar a sus enemigos y darle la tierra sin vivir con ellos (Ex.
33:1-3). Moisés correctamente vio en ese escenario la pérdida de la verdadera
salvación: “Si tu presencia no ha de ir conmigo, no nos saques de aquí” (Ex.
33:15). Moisés oró bien: “Te ruego que me muestres tu gloria” (Ex. 33:18). La
comunión con el Dios viviente es el significado de la salvación.
La salvación es en y del Señor; la podemos poseer solamente
cuando tenemos al Señor como nuestra herencia, y cuando somos la herencia de
Dios, cuando conocemos así como somos conocidos (Ex. 34:9). Dios tiene que
venir a nuestro medio, morar con nosotros y allí revelar la luz de su gloria y
el poder salvador de su santo nombre. simbólicamente eso es lo que Dios le dio
a Moisés. Le proclamó su nombre a Moisés como el Dios de la gracia soberana
(Ex. 33:19; 34:6, 7). No hizo lo que había amenazado con hacer. No canceló la
construcción del tabernáculo en medio del pueblo a favor de una tienda de
reunión fuera del campamento. Al contrario, Dios figurativamente moraba en
medio de Israel. El tabernáculo con todo su contenido proveía tanto de una
protección contra la amenaza santa de la presencia del Señor, como de una
manera para que los pecadores pudiesen acercarse a Dios por medio del
derramamiento de la sangre y la mediación del sacerdocio.
La vida de Israel giraba bajo ese símbolo. Pero, ¿qué de la
realidad simbolizada? El profeta Ezequiel ve un templo que contiene una fuente
del agua de la vida, regando una tierra para hacer el nuevo Edén. Al lado del
río que fluye del templo, el árbol de la vida crece otra vez con sanidad para
las naciones (Ez. 47). Pero, ¿qué sacrificio se ofrecerá cuando Dios venga?
¿Qué morada será suficiente para El, no en el símbolo de la columna de la nube,
sino en la realidad del cumplimiento? Y, ¿qué del cumplimiento del pacto de
Dios? Si Dios viene, ¿cómo puede Israel enfrentarse a El? ¿Quiénes tienen manos
limpias y corazones puros para poder entrar en presencia del Señor (Sal. 24)?
Dios es el Señor del pacto, pero, ¿qué del siervo del pacto? La justicia de
Dios es clara; sus requisitos no pueden ser alterados. No es suficiente que
Dios venga solamente como Señor ni como Guerrero, Pastor o Creador. Para traer
la salvación prometida, también El tiene que cumplir la parte del Siervo así
como la del Señor del pacto. El tabernáculo señaló la manera de acercarse a
Dios a través del altar de sacrificio. Sin embargo, la sangre de los toros y de
los machos cabríos no puede expiar el pecado. El final y verdadero sacrificio
no debe ser el cordero del rebaño sino el Hijo del seno del Padre. La amenaza
de la Pascua contra el primogénito tiene que llevarse a cabo contra la Simiente representativa
de la promesa, el Isaac que Dios ha provisto. Este hijo amado de Abraham es la
simiente prometida, pero no es el Hijo de Dios. La promesa es
"Jehová-jireh": el Señor mismo debe proveer al Hijo quien también es
el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo (Gn. 22).
Cuando los profetas prometen la venida de Dios, llegan a ver
que el Ungido de Dios tiene que venir: si Dios es el Pastor, así también es el
Hijo de David, el Príncipe de Dios (Ez. 34:23). Cuando el Siervo del Señor
venga, cumplirá el papel de Israel (Is. 49:3). También juntará a las ovejas
perdidas de Israel, restaurará el remanente del pueblo y será una luz a los
gentiles, la salvación de Dios hasta lo postrero de la tierra (Is. 49:6).
El nombre del Mesías será "Admirable, Consejero, Dios
Fuerte, Padre Eterno, Príncipe de Paz" (Is. 9:6). La casa de David será
como Dios, pues en la revelación del misterio, Dios mismo viene en el
tabernáculo de la carne humana. El Señor tiene que venir; el Siervo tiene que
venir. ¡Jesucristo sí viene, quien es Señor y Siervo: Emanuel, Dios con
nosotros! El Antiguo Testamento, pues, en su misma estructura es formado por la
promesa de Dios: la promesa a Adán y a Eva en el huerto (Gn. 3:15); la promesa
a Abraham (Gn. 12:1-3); la promesa a Israel (Dt. 30:6); la promesa a David (II
S. 7:12-16). Estos no son meramente episodios o profecías ocasionales. Señalan
la revelación progresiva del plan redentor de Dios. Las promesas de la Simiente
de la mujer y de la Simiente de Abraham son dadas en el Pentateuco; presentan
el antecedente y el propósito del llamamiento de Israel. Sin éstas, la
perspectiva de la bendición a las naciones por medio de Abraham estaría
perdida. Antes del llamamiento de Abraham en Génesis 12, Israel puede leer la
tabla de las naciones en Génesis 10. Israel debe percibir su propio llamamiento
a la luz del propósito de Dios para las naciones y de su promesa de la Simiente
venidera.
Por esta razón, el tema de la bendición sobre el remanente
de las naciones junto con el remanente de Israel (vea Is. 19:19-25) no es una
novedad introducida por los profetas más cosmopolitas; es la reafirmación del
llamamiento original de su pueblo y una visión de la nueva forma del pueblo de
Dios en la maravilla de la propia venida de Dios. El enfoque en Cristo en el
Antiguo Testamento no nace simplemente del hecho de que la revelación del
Antiguo Testamento se da en una historia que se dirige a Cristo. O sea, la
historia que se dirige a Cristo no es una sucesión de casualidades. Tampoco es
solamente la historia bajo el control providencial de Dios, cumpliendo su
propósito soberano. Es la historia de la intervención de Dios en la historia,
la historia de su gran obra de salvación, preparando su propia venida en la
persona de su Hijo. La epifanía del Hijo de Dios no es una idea tardía divina,
un plan de emergencia ad hoc desarrollado para resolver el desastre imprevisto
de la apostasía de la nación elegida. No es el fracaso de Israel que hace
necesaria la venida de Cristo, como si un pueblo obediente hubiera hecho
innecesario al Salvador divino y encarnado. ¡No! La historia del Antiguo
Testamento es la historia del Señor: lo que El ha hecho, y lo que El se propuso
hacer. El Antiguo Testamento no nos da biografías ni historias nacionales. Es
la historia de la obra de Dios, no la de los humanos. Habla en el contexto del
pacto de Dios con ellos. Puesto que la salvación es de Dios y no de los
hombres, la clave siempre es la fe. Los héroes del Antiguo Testamento, como el
autor de Hebreos nos dice, son hombres y mujeres de fe. Ellos confían en Dios,
creen las promesas y buscan una ciudad que tiene fundamentos, cuyo arquitecto y
constructor es Dios (He. 11:10).
2. La Tipología y el Cumplimiento
Esta naturaleza teocéntrica y cristocéntrica del Antiguo
Testamento provee el antecedente y la razón para la interpretación tipológica
del Antiguo Testamento en el Nuevo. Por un lado, si Dios no hubiera iniciado su
obra de salvación antes de enviar a su Hijo al mundo, la perspectiva de Marción
del Antiguo Testamento tendría razón. Tendríamos en la religión de Israel solo
otro ejemplo de las religiones falsas del mundo, y en el Yahweh del Antiguo
Testamento solo una deidad tribual cuya adoración es idolatría. Por otro lado,
si la obra de Dios en el Antiguo Testamento fuera solamente continuada y no
transformada en la venida de Cristo, el Nuevo estaría subordinado al Antiguo.
La interpretación rabínica celosamente buscaba aplicar sus textos a la vida
contemporánea. Pero no podían entender la transformación que Jesús introdujo,
porque no comprendieron la naturaleza parcial, provisional y temporal que es
hecha patente en el Antiguo Testamento por la anticipación del poder y de la
gloria del Nuevo (vea Mt. 22:39; Jer. 31:31-34; He. 1:1-2).
La tipología tiene su fundamento en el diseño divino. Fluye
de la continuidad y de la diferencia (o discontinuidad) en la obra redentora de
Dios. Hay continuidad, porque es Dios quien inició su obra de salvación mucho
antes de dar a su Hijo. También hay discontinuidad. La salvación en Cristo no
es simplemente una mejora de la salvación del Antiguo Testamento. No es
solamente la fase final de su trato con su pueblo. Es el fundamento de la
salvación del Antiguo Testamento. El llamamiento de Dios a Israel presupone la
venida de Jesucristo. La salvación en Cristo es la única salvación verdadera,
la única salvación con significado fundamental y eterno. Abraham participa en
la salvación, porque por fe vio el día de Cristo y se gozó (Jn. 8:56; vea Ro.
4:3). La consideración del Antiguo debe forzarnos a ver la necesidad del Nuevo;
este es el mensaje de la literatura de sabiduría, así como de los profetas.
Si la salvación verdadera y final se encuentra sólo en
Cristo, ¿en qué sentido puede Dios iniciar su obra de salvación antes de
Cristo? Obviamente anticipando esa obra final. Esta anticipación acontece
cuando Dios trae a los hombres en una relación salvadora con El mismo por medio
de la obra futura de Cristo. Dios considera la obra de Cristo como completa por
la certeza de su propio decreto. Cristo es el Cordero que fue inmolado desde el
principio del mundo (Ap. 13:8; Ef. 1:4).
Dios quiere traer a los hombres a una relación con El por la
fe. Quiere que sepan que solo El los puede salvar; les requiere que se
comprometan con El en confianza. Para enseñar la fe, Dios provee un modelo, una
analogía de su final y máxima salvación. Ese modelo tiene que demostrar que
solo Dios es el Salvador. También debe evitar la desviación de la fe de Dios
mismo a una imagen distinta de Dios.
El uso de los modelos, las imágenes o los símbolos es parte
del diseño de Dios para anticipar la plenitud del significado que no se puede
revelar todavía. La sangre de los toros y los machos cabríos no puede hacer
expiación por los pecados (He. 10:4). Sin embargo, la sangre de los animales
sacrificados puede comunicar un significado. Puede servir como señal, como
símbolo que muestra más allá de sí mismo, la realidad del sacrificio expiatorio
de Cristo.
No obstante, hay límites a la función del simbolismo. Este
hecho se retrata dramáticamente en el tabernáculo. El santuario de Dios en el
desierto representa la morada de Dios en medio de su pueblo. Este símbolo se
desarrolla como modelo maestro, elaborado con ricos detalles arquitectónicos y
ceremoniales. El mismo trono de Dios es simbolizado en el propiciatorio (Ex.
25:17), la cubierta de oro del arca del pacto. Los querubines dorados encima de
ella representan la guardia celestial del trono. Pero aquí en el centro del
modelo divino de la morada de Dios hay algo que no se puede modelar. El trono
sobre el arca está vacío. Ninguna imagen puede estar en el lugar de Dios mismo
(Dt. 4:15:24). Esto no implica que no pueda haber una imagen de Dios, pues Dios
ha hecho al hombre a su imagen (Gn.1:27). La ausencia de una imagen en el
centro de la adoración de Israel demuestra que Israel no adora una
representación de Dios sino a Dios mismo, al Dios verdadero y vivo que redimió
a su pueblo y lo trajo a El mismo (Ex. 19:3) para que ellos estuvieran delante
de El (Ex. 19:17; 20:3), y para que El viviera en medio de ellos (Ex. 34:9; vea
33:3, 4, 15).
El propiciatorio retrata el trono de Dios como reservado
para Jesucristo quien es “la imagen del Dios invisible” (Col. 1:15), “porque en
él habita corporalmente toda la plenitud de la Deidad” (Col. 2:9). El
Dios-hombre, el Señor encarnado, no es mero símbolo de la presencia de Dios,
una imagen para representarlo. El mismo es el Señor, la segunda persona de la
Trinidad. “El que me ha visto a mi, ha visto al Padre” (Jn. 14:9).
En el espacio vacío entre los querubines, Dios está presente
en la oscuridad, escondido de la vista de Israel, pero morando en medio de él.
Las alas doradas del símbolo representan lo que no es simbólico, la verdadera
presencia de Dios. El simbolismo y la realidad están estrechamente
relacionados, pero no son idénticos. Cuando Cristo vino, la realidad vino; Dios
podía ser alabado en la manifestación de su presencia, “lo que hemos visto con
nuestros ojos . . ., y palparon nuestras manos, tocante al Verbo de vida” (I
Jn. 1:1), pues “aquel Verbo fue hecho carne, y habitó entre nosotros (y vimos
su gloria, gloria como del unigénito del Padre), lleno de gracia y de verdad”
(Jn. 1:14).
Como el Señor encarnado no es símbolo de la presencia de
Dios sino Dios mismo con nosotros, todo el simbolismo del tabernáculo apunta a
Cristo y se cumple en El. Por esta razón, Jesús pudo decirle a la samaritana:
“Mujer, créeme, que la hora viene cuando ni en este monte ni en Jerusalén
adoraréis al Padre. . . . Más la hora viene, y ahora es, cuando los verdaderos
adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad . . . .” (Jn. 4:21, 23).
El monte donde los samaritanos creían que Dios debía ser
adorado fue el Monte Gerizim, el monte que estaba cerca de donde Jesús hablaba
con la mujer. Los samaritanos estaban equivocados, como Jesús dijo: “la
salvación viene de los judíos” (vs. 22). Jerusalén fue el lugar donde Dios
había puesto su nombre. Pero Jesús descalifica a Jerusalén así como a Gerizim
como lugares para adoración. ¿Cómo puede declarar esto? No simplemente con base
en la espiritualidad de Dios. Jesús no insiste en que Dios no pueda ser adorado
en un solo lugar solamente, porque El es espíritu y no está restringido a un
lugar. Si este fuera el significado de Jesús, no habría necesidad de hablar de
una hora venidera cuando la adoración ya no estuviera en Jerusalén. (¡Dios
siempre es espíritu!). La hora venidera es la hora de la muerte y de la
resurrección de Jesús (Jn. 2:4; 17:1; 16:32; vea 5:25, 28; 11:25). El lugar
terrenal tiene que perder su significado cuando el verdadero y final sacrificio
se ofrezca. Jesús ha venido como el verdadero Templo (Jn. 1:14). Dijo:
“Destruid este templo, y en tres días lo levantaré” (Jn. 2:19).
Jesús no llama a la mujer a la adoración “sin-templo”, sino
a la adoración en verdad (Jn. 4:24). El es la Verdad, el verdadero Templo, y el
Espíritu en el cual la adoración debe hacerse es el Espíritu que Jesús da, una
fuente de agua que sale para vida eterna (Jn. 4:14). La mujer necesita, pues,
venir al Padre por medio de Jesús: “Yo soy, el que habla contigo” (Jn. 4:26).
En Jesús, el Padre busca a los adoradores verdaderos y encuentra una en la
samaritana avergonzada al lado del pozo de Jacob.
En Jesús, tanto la realidad como los símbolos de la morada
divina en medio de su pueblo encuentran su cumplimiento. La clave del
entendimiento novotestamentario de la tipología se encuentra en el sentido en
el cual el cumplimiento viene en Jesucristo. Leonard Goppelt ha señalado el
significado distinto que typos adquiere en el Nuevo Testamento. Este
significado es claro en Romanos 5:14 donde Pablo habla de Adán como typos de el
que había de venir. Cristo es el Hombre del cielo (I Co. 15:47): no solamente
la cabeza de una nueva humanidad sino también la realización de la imagen
de Dios en el hombre (He. 2:6-9). Cristo no es otro Adán simplemente en el
sentido de ser semejante a Adán; ni es un segundo Adán en el sentido de iniciar
otra raza, como si hubiera otro ciclo de la historia comparable al que comenzó
con el primer Adán. Al contrario, Cristo mismo es la plenitud de la imagen de
Dios; Cristo es el significado de la naturaleza humana creada. Esta plenitud,
la gloria de lo que es ser hijo humano creado, se manifiesta de una manera
única en el Dios-hombre. Lo que define el tipo en el pensamiento del Nuevo
Testamento no es simplemente la gloria sobresaliente de la dimensión
escatológica, ni siquiera la transformación por la cual las estructuras del
Antiguo Pacto son renovadas. La clave para entender “tipo” en el Nuevo
Testamento se encuentra en la doctrina novotestamentaria de Cristo. Sólo en
Cristo como el Salvador divino encontramos el cumplimiento trascendente y
transformador que crea toda una nueva dimensión. Esta dimensión en el Evangelio
de Juan es lo “verdadero”, no en contraste con lo falso (aunque Juan también
hace ese contraste), sino en contraste con la sombra, la promesa, la
anticipación. Jesús es la vid verdadera (Jn. 15:1), el verdadero Hijo de Dios,
el Israel verdadero (Is. 49:3; Ro. 15:8), el verdadero pan del cielo (Jn.
6:32-33). En El la realidad aparece, y en El esta realidad es dada a su pueblo.
La función tipológica del Antiguo Testamento no está
limitada, pues, a algunas cuantas instancias de eventos que son gráficamente
simbólicos: el éxodo de Israel desde Egipto a través del sendero que Dios abrió
en las aguas de la muerte, o la entrada en la tierra que Dios dio a su pueblo como
herencia. Al contrario, toda la historia de la redención antes de la venida de
Cristo tiene su dimensión simbólica. Dios libera a su pueblo, lo guía, lo
bendice, lo juzga. Sin embargo, como su plena y final salvación no ha venido,
su trato a su pueblo siempre es anticipatorio. La tierra no es la nueva
creación de la promesa divina final; la victoria sobre los amelecitas o sobre
los canaanitas no es la victoria sobre Satanás y los poderes de la oscuridad.
Como Dios liga a su pueblo a El mismo en compañerismo vivo,
su salvación no es meramente una sombra, una cáscara para ser desechada.
Abraham por fe conoce al Señor y puede discernir la realidad que queda detrás y
más allá de las promesas de bendición temporal. Pero la fe de los santos del
Antiguo Testamento nos da la clave para entender e interpretar la historia
revelada de su peregrinaje terrenal (He.11:13-16). No encontraron y no podían
encontrar descanso hasta que la promesa se cumpliese, no sólo en Isaac sino en
Cristo (He. 4:8, 9).
El Nuevo Testamento proclama el cumplimiento de todos los
símbolos tipológicos del Antiguo Testamento en Cristo. El cumplimiento es más
grande que el tipo: más que Salomón (Mt. 12:42), más que Jonás (Mt. 12:41), más
que el Templo (Jn. 2:19-21) ha venido. El Hijo de David es más grande que
David: por esto, David aclama a su Hijo como su Señor (Mt. 22:41-46). Sin
embargo, como hemos visto, Jesús no es simplemente más grande relativamente
como de un grado mayor, sino por una medida trascendente. Juan, el más grande
de los profetas, bautizó en el agua, pero Jesús bautiza en el Espíritu Santo
(Mt. 3:11, 12). En el símbolo de la Pascua, el pueblo escoge un cordero del
rebaño, pero Jesús es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo (Jn.
1:29).
Podemos hacer un diagrama de la tipología novotestamentaria
basándola en la revelación progresiva de la historia de la redención y su
clímax en Jesucristo: Si representamos esa historia con la línea horizontal
dirigiéndose hacia el significado en Cristo, podemos suponer que todas las
verdades de la revelación de Dios son cumplidas en Cristo. Diferentes verdades
pueden ser enfatizadas en una época de la historia de la redención más que en
otras, pero ninguna verdad es olvidada. El significado de cualquier símbolo del
Antiguo Testamento es el concepto que es simbolizado. En el contexto bíblico,
el concepto es afirmado o negado; está relacionado con otros conceptos de tal
manera que se hace alguna declaración. Una verdad se expresa. Un evento del
Antiguo Testamento, una ceremonia, o un acto profético, sacerdotal o real puede
simbolizar, apuntando a una verdad revelada en un punto particular de la
historia de la redención (la verdad a la primera potencia: V1).
Podemos estar seguros de que esta verdad se llevará a cabo
en Jesucristo (la verdad elevada a la potencia n: Vn). Por lo tanto, podemos
conectar el evento, ceremonia o acto, directamente con esa verdad en su plena
expresión en Cristo. Esta línea es la hipotenusa del triángulo que forma, y es
la línea de la tipología. Si el simbolismo del evento del Antiguo Testamento no
se discierne, o si no existe, ninguna línea puede hacerse. Ni puede el evento
ser un tipo en sentido distinto a su función simbólica en su contexto
antiguotestamentario. Como el evento del éxodo, por ejemplo, es patentemente
simbólico, descubrimos su significado tipológico discerniendo su significado
simbólico en su contexto en el Antiguo Testamento. Simboliza la liberación de
Dios a su pueblo del poder de otro señor para que pueda ser libre para servirle
a El como su único Señor y Amo (Ex. 4:22, 23). Además, su liberación es la obra
de Dios en una situación en la cual ninguna liberación humana es posible. Mucho
más se incluye en los detalles del simbolismo, incluyendo la ceremonia de la
Pascua, y la figura de la nube. Pero una característica sobresaliente de la
liberación es que no solamente es de la muerte sino también a través de la
muerte. Las aguas del Mar Rojo amenazan a Israel con la muerte frente a sí,
como los carros del Faraón lo amenazan con la muerte detrás. Además, el fondo
del mar en el Antiguo Testamento es el abismo, un sinónimo de la tumba (vea
Jonás 2). Es a través del fondo que Israel es guiado a la liberación del
dominio del Faraón.
En el relato de Lucas de la transfiguración, aprendemos que
Moisés hablaba con Jesús de su "éxodo" que iba a cumplir en Jerusalén
(Lc. 9:31). La verdad de la liberación del poder de Satanás a la libertad de
los hijos de Dios encuentra su pleno cumplimiento en Jesucristo. Los milagros
de Cristo son señales, pero son diferentes de los milagros de Moisés no sólo
siendo milagros de bendición en vez de juicio. También difieren siendo señales
que apuntan directamente al Señor quien los hizo, y así a la realización de las
promesas que la liberación de Moisés simbolizaba. Moisés se confronta con el
Faraón, y las señales dadas por el Señor aplastan la magia de los sacerdotes
del Faraón (Ex. 7:12). Jesús se confronta con Satanás y, habiendo vencido al "hombre
fuerte", puede liberar a los que estaban en su cautividad (Lc. 11:19-22;
Mt. 12:27). No sólo echa fuera los demonios y libera a los oprimidos por
Satanás; perdona pecados, y traslada a los hombres y a las mujeres de la
potestad de las tinieblas al reino de la luz (Mr. 2:5-11; Col. 1:12, 13).
En su muerte y resurrección Jesús cumple su
"éxodo". Pasa a través de las aguas de la muerte por nosotros y nos
permite cantar la canción de Moisés y del Cordero en la experiencia del gozo de
la resurrección ya dado a los que confían en El (I P. 1:3-5; Ap. 15:3; Ex.
15:2; Sal. 118:14; Is. 12:1-2). El predicar el éxodo como un ejemplo de la
liberación política no hace justicia a la estructura de la promesa del pacto
por la cual libera a Israel. Dios no solamente quita el yugo para que Israel
pueda ser libre (Lv. 26:13). Libera a Israel del servicio al Faraón para que
Israel pueda servirle a El (Ex. 4:23). Saca a Israel y lo toma sobre alas de
águilas, y lo lleva a El mismo (Ex. 19:4). Sin embargo, aún un entendimiento del
llamamiento a Sinaí y a Sion no nos prepara para predicar el significado del
éxodo. Tenemos que percibir la realidad de la salvación de Cristo como es
prefigurada en el éxodo. Sólo en el cumplimiento en Cristo el éxodo tiene
significado para nosotros.
Debemos hacer completo el diagrama haciendo una flecha del
significado de la verdad como cumplida y revelada en Cristo a la significación
de la verdad como percibida y predicada por nosotros. Esto quiere decir que la
otras flechas posibles del diagrama son ilegítimas. Por supuesto no debemos
mirar atrás desde nuestra situación al éxodo en el Antiguo Testamento sin
considerar la verdad que fue simbolizada por el éxodo. A veces esto se hace por
la alegoría. Los eventos del Antiguo Testamento son hechos símbolos para
ilustrar cualquier significado que el predicador encuentre en ellos. (Esta mala
interpretación se representa por la flecha horizontal al fondo del diagrama.)
El predicador así puede hablar de varas que se hacen culebras para
advertir contra el abuso de la autoridad, o para describir las virtudes que se
vuelven vicios. Su imaginación está libre de toda restricción de las Escrituras.
Un error menos obvio en la interpretación de las Escrituras
es el moralismo. (Es representado por la flecha diagonal que baja de la verdad
a la predicación.) El predicador moralista no toma arbitrariamente cualquier
aspecto del texto que se le ocurra. Toma en cuenta el significado del texto en
su contexto original. El interpreta para los oyentes el significado que esta
verdad tiene para ellos en sus propias vidas y experiencias. Sin embargo, falta
demostrar por completo cómo esta verdad llega a su pleno significado en Cristo.
La interpretación moralista a veces se considera la
interpretación pura y sencilla, proclamando solo lo que el texto dice y todo lo
que el texto dice, ni más ni menos. Pero el pasar por alto el aspecto de la
promesa en el Antiguo Testamento es interpretarlo completamente mal. Es olvidar
el mensaje del Autor principal de las Escrituras, el Espíritu Santo. El
Espíritu de las Escrituras del Antiguo Testamento es el Espíritu de Cristo que
inspiró a los autores humanos a testificar de los sufrimientos de Cristo, y las
glorias que vendrían tras ellos (I P. 1:11).
La teología de la liberación es un ejemplo de la
interpretación moralista de la liberación de éxodo. Falta captar el significado
del éxodo en la historia de la redención. Rechaza la interpretación ortodoxa
como espiritualización, como pietismo individualista que no reconoce que la
política es la obra de Dios en el mundo. Es cierto que el pietismo ha sido
culpable del individualismo y de ignorar la perspectiva corporativa del pueblo
de Dios que el simbolismo del éxodo presenta. Sin embargo, el pietismo
reconocía el evangelio y la centralidad de Jesucristo en quien nuestro éxodo se
realiza.
3. La Predicación Cristocéntrica Reconoce la Significación
del Antiguo Testamento.
Cuando el Antiguo Testamento se interpreta a la luz de su
propia estructura de promesa, y cuando esta promesa es vista como cumplida en
Jesucristo, la significación del Antiguo Testamento puede ser predicada en
profundidad teológica y en poder práctico. La predicación que no se centra en
Cristo siempre pierde la dimensión de la profundidad de la revelación del
Antiguo Testamento. En esta dimensión se encuentra la significación de esa
revelación.
Sin referencia a Cristo la ley del pacto del Antiguo
Testamento se vuelve legalismo. Un predicador puede presentar una serie de
sermones sobre los Diez Mandamientos. Como aprecia los credos reformados,
utiliza el Catecismo Mayor de la Asamblea Westminster o el Catecismo Heidelberg
para guiar su reflexión. Está predicando, digamos, sobre el séptimo
mandamiento. Su sermón tiene dos partes: primera, lo que el mandamiento
prohibe; segunda, lo que el mandamiento requiere. Tiene éxito en su
descripción de una lista de vicios en los cuales la codicia sexual se expresa;
también presenta la virtud central de castidad que vence tales pecados. El
sermón termina con una advertencia, un llamamiento al arrepentimiento y a la
reforma de la vida para los que quieren obedecer la ley de Dios.
Sin duda, el predicador fortalece sus advertencias con
ejemplos de la Biblia (David y Betsabé) y de la vida contemporánea. En el lado
positivo, puede ofrecer sugerencias acerca de los beneficios de otros intereses
y actividades para disminuir la tentación a la codicia que nace de la
inactividad. Puede aconsejar que se eviten las películas y la televisión
nocivas.
¿Es esta descripción una caricatura? Tal vez, en parte. ¿Qué
predicador bíblico no conectaría el séptimo mandamiento con la enseñanza de
nuestro Señor? Por supuesto, enfatizará la palabra de Jesús que dice que el
adulterio no solamente es el acto externo, sino también el pensamiento interno.
Cuando el mandamiento se lleva adelante en el contexto de la enseñanza de
Cristo, su significado de repente se profundiza. Si el predicador reconoce
esto, podrá predicar el corazón de la ley como Jesús la presentó. El asunto no
es simplemente una cuestión de vencer la codicia, sino la expresión del amor,
el amor que cumple la ley. ¿Cuál es este amor según Jesús? Es el amor
demostrado por el Buen Samaritano, el amor de compasión, de autonegación, de
misericordia espontánea y de sacrificio. Este amor toma como modelo el amor de
Dios en Cristo Jesús. El amor al prójimo fluye del amor a Dios, y el amor a
Dios es nuestra respuesta a su amor por nosotros.
Sólo en la cruz conocemos el verdadero significado del amor,
del amor redentor de Dios. Sólo en la cruz pueden nuestras codicias ser
crucificadas. Sólo de la fuente abierta en el Calvario fluye la sangre que
limpia y el agua viva del Espíritu. No solamente es cierto que la ley no debe
ser predicada sin el evangelio. Aún más en profundidad, la ley misma no puede
ser entendida sin su cumplimiento en el evangelio. Es a un pueblo redimido que
Dios da su ley, y su ley, la ley que se centra en El, requiere más de nosotros
que la sencilla justicia. Requiere que perdonemos como hemos sido perdonados,
que amemos como hemos sido amados por nuestro amoroso Padre celestial.
El predicador no debe divorciar el análisis de los
mandamientos del resto del catecismo. Los mandamientos están cuidadosamente
colocados en el contexto de la redención. Como predicadores, debemos hacer lo
mismo.
Además, como Dios da sus mandamientos a su pueblo redimido,
necesitamos entender su doble propósito: revelan su naturaleza santa para que
lo podamos conocer, y moldean nuestras vidas para que podamos reflejar su
gloria. Los dos lados llegan a su realización en Cristo.
Podemos preguntar: ¿Por qué Dios prohibió el adulterio para
su pueblo? La respuesta no es simplemente que Dios quisiera proveer una vida
familiar estable para el bienestar sociológico de Israel. Hay un motivo más
profundo, uno que está estrechamente relacionado con la misma naturaleza
del pacto salvador de Dios. Dios quiso enfatizar y santificar la realidad del
amor celoso (o sea, exclusivo). El amor matrimonial, expresado en la unión
sexual, no es para ser compartido con otros quienes quedan fuera del vínculo
matrimonial. La fidelidad del amor celoso en el matrimonio provee a Israel un
modelo para entender el amor fiel que el pueblo de Dios debe tener para con El
como repuesta al amor celoso con que Dios lo escogió. Dios se revela a Israel como
un Dios celoso: "Porque no te has de inclinar a ningún otro dios, pues
Jehová, cuyo nombre es Celoso, Dios celoso es" (Ex. 34:14).
La metáfora constante de la Biblia que compara la idolatría
con el adulterio se basa en una analogía que Dios ordenó en la estructura de la
relación matrimonial. Dios será conocido no sólo como el Padre de Israel su
hijo, sino también como el esposo y Señor de Israel su esposa.
Sin esta analogía al celo de Dios por la devoción exclusiva
de Israel, podríamos suponer que cualquier unión sexual que sea consumada en
amor es legítima. Además, sin la analogía al amor celoso de un esposo por su
esposa, podríamos imaginar que Dios aprueba los actos religiosos dirigidos a
cualquier deidad, pues solo El es Dios y puede aceptar tales actos como para El
mismo. Sin embargo, la analogía de las Escrituras nos enseña lo contrario. Dios
quiere que conozcamos la intensidad de un amor puro que es exclusivo, un
compromiso del corazón que es profanado si una parte se aparta de este
compromiso para buscar una relación de la misma intimidad con otro. La
adoración de los ídolos no es una manera indirecta de adorar al único Dios
verdadero quien se ha revelado a Israel. Es apostasía; es abandonar al Señor;
es idolatría espiritual. Salomón se une con sus esposas paganas en su adoración
a Astoret, la diosa de los sidonios; a Milcom, ídolo abominable de los
amonitas; a Quemos de Moab; a Moloc de Amón. Haciendo esto, aparta su corazón
del Señor (I R. 11:1-13; vea Ex. 34:10-17). Ya no ama a Jehová su Dios con todo
su corazón, con toda su alma y con todas sus fuerzas (Dt. 6:5).
Además, los sacrificios de los gentiles no son ofrecidos a
seres imaginarios y míticos. Son ofrecidos a los demonios (I Co. 10:20). Por
esta razón Pablo dice: "¿O provocamos a celos al Señor?" (I Co.
10:22). Dios es celoso, celoso por su propio Nombre santo. No puede tolerar la
blasfemia de atribuir a los poderes de las tinieblas la gloria que es suya. Por
supuesto, lo que Dios requiere es también lo que nos libera del engaño, de la esclavitud
y de la destrucción. Sin embargo, Dios tiene que requerirlo no meramente por
nuestro bien sino por su propia naturaleza. Dios tiene que ser fiel consigo
mismo.
La naturaleza del celo de Dios por su Nombre y por su pueblo
es revelada en Jesucristo. Aprendiendo de la naturaleza trinitaria de Dios,
podemos entender mejor el significado de su celo santo. Jesús como el Hijo de
Dios es celoso por el Nombre y la gloria de su Padre. Expulsa a los
mercachifles del Templo: "Quitad de aquí esto, y no hagáis de la casa de
mi Padre casa de mercado" (Jn. 2:16). Sus discípulos se acordaron de las
Escrituras: "El celo de tu casa me consume" (Jn. 2:17; Sal.
69:9). Jesús es consumido con celo por la adoración verdadera de su Padre
celestial. Su celo es más que el del verdadero siervo de Dios (como Finees, Nm.
25:10,11). Su celo es el celo del Hijo por el Nombre y el honor de su Padre.
Asimismo, el Padre es celoso por el Hijo. Su voz del cielo
reconoce a su Hijo amado; lo ha exaltado sobre toda creación en el cielo y en
la tierra y le ha dado un Nombre sobre todo nombre, para que al Nombre de Jesús
se doble toda rodilla y toda lengua confiese que Jesucristo es Señor (Fil.
2:9-11).
El mandamiento que prohíbe el adulterio debe entenderse en
su contexto: la revelación progresiva de la historia de la redención divina. No
solamente la pureza sexual, sino la devoción por el pacto es el requisito
primordial de este mandamiento. Por lo tanto, el Apóstol Pablo, en su
descripción del amor celoso que un hombre debe tener por su esposa, no puede
evitar la reflexión constante sobre el amor celoso de Dios por su pueblo en
Cristo Jesús (Ef. 5:25-33).
La maravilla y el gran misterio para Pablo no es el misterio
del amor matrimonial, sino el misterio del amor divino por el cual el
matrimonio provee una analogía creada. Pablo ya no es Saulo el fariseo
legalista a quien Jesús conoció en el camino a Damasco. No hace una separación
entre los mandamientos de Dios y el Señor que los dio, ni los separa de los
propósitos divinos en la redención. La fidelidad matrimonial es servicio al
Señor no simplemente porque Dios lo manda sino también porque manifiesta el
amor que nace del amor redentor de Dios. Esta visión de servir al Señor toca lo
profundo de la motivación para el cristiano. Amando a los demás, manifestamos
nuestro amor por El, quien primero nos amó.
En la perspectiva cristológica la ley no es legalismo, ni es
moralismo la historia del pacto. Como hemos visto, el Antiguo Testamento no nos
da un álbum de recortes con narrativas que son útiles como ilustraciones. Al
contrario, contiene el registro de la divina obra progresiva de redención en el
conflicto entre la Simiente de la mujer y la simiente de la serpiente. No
debemos atrevernos a predicar el encuentro de David con Goliat como ejemplo de
la valentía que podemos imitar en nuestros conflictos con los
"gigantes" que nos atacan. Tal interpretación hace trivial la
revelación del Antiguo Testamento. El llamamiento de David y su nombramiento
como el ungido de Dios tiene significado profundo en la revelación de la obra
redentora de Dios. El Señor nos prepara para entender algo del significado de
la victoria final de Cristo sobre Satanás y los poderes de la oscuridad. La
salvación lograda por David tiene un significado tipológico que no está
desconectado de la realidad histórica sino basado en ella.
En otro ejemplo breve, la poesía, así como la ley del
Antiguo Testamento, está basada en la historia de la redención. Muchos de los
salmos son escritos en primera persona del plural. El pueblo de Dios confiesa
su fe en su Señor, dando alabanza a su Nombre y buscando liberación de sus
enemigos. El salmista individual no expresa meramente sentimientos privados. En
muchos casos el salmista es David, clamando a Dios en plena consciencia de que él
es el ungido del Señor (II S. 22:51). Aún cuando otro individuo inspirado sea
autor de un salmo, está escrito en la capacidad representativa de alguien que
es llamado a servir al Señor.
La función de los salmos en el trato de Dios con su pueblo
es patente al principio cuando el cántico de Moisés es dado por inspiración
divina (Dt. 31:19). El cántico no es una profecía dirigida a Israel; ni tiene
la forma de la ley del pacto como los Diez Mandamientos. Al contrario, tiene la
forma de una respuesta de adoración a la revelación de Dios. Sin embargo, forma
parte del testimonio de Dios a Israel. Memorizado y entonado como parte de la
herencia de Israel, "responderá en su cara como testigo" cuando se
vuelvan infieles al Señor su Roca (Dt. 31:21, 22). Las otras canciones
inspiradas de Israel tienen la misma función.
Cuando el pueblo del Señor o los siervos del Señor invocan
su nombre, sus canciones son escritas para adoración y súplica, no para entretenimiento.
Como expresiones de adoración son selladas con la distinción del trato de Dios
con Israel, o sea, con la historia de la redención. Las alabanzas a Dios que
describen sus atributos no tienen el motivo de los himnos que se encuentran
entre los gentiles politeístas. El salmista inspirado no tiene el problema del
politeísta. Como el mujeriego con muchas novias, el politeísta tiene que
convencer al dios de quien busca favor que él es el máximo de todos los dioses,
por lo menos ahora. Al contrario, los salmos de Israel son caracterizados por
la alabanza declarativa así como la descriptiva. El Señor es adorado por lo que
ha hecho y por ser quien es. El es el Dios del Exodo (Sal. 80; 81; 114), el
Dios que redimió a Israel y que hizo su pacto con David (Sal. 89). La historia
de la salvación de Dios forma la base de la confesión del pecado y la petición
por la renovación de las misericordias salvadoras de Dios (Sal. 74; 80). Los
Salmos también proclaman el cumplimiento de las promesas de Dios cuando el
Señor mismo vuelva como Redentor, Juez y Libertador de su pueblo (Sal
96:10-13). El cántico nuevo de la salvación se entonará en ese gran día (Sal.
96:1; 98:1; vea 144:9). En su profundidad teológica los salmos son canciones
del pacto divino y de la esperanza del pacto. Puesto que su gran obra de
salvación se cumplirá por el Hijo de David, los salmos son explícitamente
mesiánicos. Jesús se confronta con sus enemigos con pasajes de los salmos.
Ellos no han entendido que el Hijo de David debe ser también su Señor (Sal.
110:1; Mat 22:41-46). No saben que es la piedra que desecharon los edificadores
que Dios ha hecho cabeza del ángulo (Sal. 118:22, 23; Mt. 21:42, 43). Pero no
es solamente en algunos pocos "salmos mesiánicos" que las canciones
de Israel apuntan a Cristo. Es cierto que podemos percibir de los salmos que
son patentemente mesiánicos los principios de interpretación que aplican a
muchos otros salmos.
El Salmo 22, por ejemplo, es obviamente mesiánico. El grito
al inicio del salmo es el grito de Cristo en la cruz, y los detalles de la
angustia del que sufre son notablemente específicos en su aplicación al
Calvario. El autor de Hebreos cita Salmo 22:22 como referencia a Cristo (He.
2:11, 12). No solo el grito de abandono, sino también el voto de alabanza son
declaraciones de Cristo mismo. Esto no es cierto sólo porque Jesús en su
ministerio terrenal cantaba los salmos y así los hizo suyos, sino también
porque los cumplió. David como el justo que sufre, perseguido por ser el ungido
de Dios, prefigura el verdadero justo que sufre, el mismo Hijo de Dios y el
Santo. No solamente el primer versículo del Salmo 22 es de Cristo; todo el
salmo se refiere a El.
Además de los salmos que son obviamente mesiánicos (como el
Salmo 22), hay otras categorías de salmos que apuntan a Cristo no menos
claramente. Los "salmos reales", canciones de Sion y del rey de Sion,
son patentemente mesiánicos a la luz del cumplimiento novotestamentario. Cuando
el rey de gloria entra en Sion, triunfante después de haber vencido a sus
enemigos (Sal. 24), el escenario retratado es cumplido en la ascensión de
Cristo. El Señor que marcha a través del desierto y entra en su monte santo,
recibiendo y dando dones a los hombres (Sal. 68:18) es el Señor cuyo camino en
el desierto fue preparado por Juan el Bautista (Is. 40:3; Mt. 3:1-3). El que es
el juez venidero (Sal. 96:13; 97:7; vea He. 1:6) es el Salvador que lleva a su
pueblo consigo en su triunfo. Su trono está establecido para siempre (Sal. 2;
110). El tiene dominio universal (Sal. 2; 72; 110). El Rey recibe a su esposa y
su familia como corona de bendición (Sal. 45). En Jesús, los salmos que exaltan
al Rey davídico y los que exaltan al Rey Eterno se unen.
4. Conclusión
Sólo percibiendo el enfoque en Cristo podemos entender la
profundidad del significado del Antiguo Testamento. Es precisamente el
descubrimiento de esta profundidad teológica que dará a nuestra predicación el
poder práctico. Algunos se oponen a la predicación cristocéntrica del Antiguo
Testamento no porque cuestionen que sea correcta sino porque piensan que es
demasiado complicada.
Esta objeción es fuerte si no estamos dispuestos a ser
obreros de la Palabra, trabajando en predicar y enseñar (I Ti. 5:17). Es mucho
más fácil construir sermones de madera, heno y hojarasca que ser artesanos que
utilizan oro, plata y piedras preciosas (I Co. 3:12-15).
La predicación cristológica exige la comparación paciente de
Escritura con Escritura, el uso extensivo de las concordancias y un compromiso
de toda la vida al estudio bíblico, a la meditación y a la oración. La
predicación cristológica no es forzada, ni son sus líneas oscuras en la
Biblia. "La salvación es de Jehová" (Jon. 2:9) es el gran texto de la
Biblia y nos recuerda que no debemos sacrificar la realidad objetiva de lo que
Dios hace en nuestra salvación para enfatizar la realidad subjetiva de nuestro
conocimiento del Señor y experiencia de su misericordia. Si equivocadamente pensamos
que un enfoque en nuestra experiencia es más práctico o que alcanza a los
hombres en sus vidas cotidianas, ignoraremos el hecho sobresaliente del
evangelio de que la salvación es obra de Dios. No tratamos de encender la fe
describiendo la fe sino describiendo a Cristo. Pablo nunca se cansa de hablar
de la obra de Dios; para él, el indicativo de lo que Dios ha hecho siempre
precede al imperativo de lo que debemos hacer (vea Col. 3:1-4).
La predicación de Cristo de todas las Escrituras une la fe
con la gracia. Dios es el Salvador en Cristo. Los creyentes del Antiguo
Testamento confiaban mientras esperaban esa salvación venidera. Son ejemplos
para nosotros como creyentes - no aparte de los hechos objetivos de la
redención de Dios, mas como los que vivieron por fe. La obediencia del amor
fluye de esa relación de fe. Como la fe, el amor no es encendido por la
introspección, sino por mirar a Jesús, el Autor y Consumador de nuestra fe.
Amamos porque El nos amó primero; es el amor que Dios ha derramado en nuestros
corazones.
Las Escrituras están llenas de instrucción moral y
exhortación ética, pero la base y el motivo de todo se encuentra en la
misericordia de Jesucristo. Debemos predicar todas las riquezas de las
Escrituras, pero a menos que el centro mantenga en órbita todas las partes y
piezas de nuestra consejería desde el púlpito, de nuestra condenación de los
pecados sociales, de nuestros pensamientos positivos o negativos, todos volarán
y se esparcirán en el aire dominical.
Pablo se propuso no predicar entre los corintios cosa alguna
sino a Jesucristo, y a éste crucificado (I Cor. 2:2). Deje que otros
desarrollen las modas pasajeras del púlpito. ¡Usted sea especialista en
predicar a Cristo!
Por Edmund P. Clowney