viernes, 11 de agosto de 2017

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El valor de los milagros como prueba de la Revelación Divina

«No deben admitirse señales ni maravillas, por grandes y numerosas que sean, en contra de doctrinas autenticadas; porque tenemos el mandamiento de Dios, que dijo desde el cielo: "A él oíd", que oigamos sólo a Cristo» Martín Lutero

Acerca de esta cuestión se han sustentado opiniones extremas. Por una parte, se ha mantenido que los milagros son la única evidencia satisfactoria de una revelación divina; por otra, que no son ni necesarios ni posibles. Algunos argumentan que por cuanto la fe debe estar basada en la aprehensión de la verdad como verdad, es imposible que ninguna cantidad de evidencia externa pueda producir fe, ni capacitamos para ver la veracidad de aquello que no pudiéramos aprehenderlo sin ella. ¿Cómo puede un milagro capacitarnos para ver la veracidad de una proposición de Euclides, o que un paisaje sea hermoso? Este tipo de razonamiento es falaz. Pasa por alto la naturaleza de la fe como la convicción de cosas que no se ven, en base de un testimonio adecuado. Lo que la Biblia enseña acerca de esta cuestión es:

(1) Que la evidencia de los milagros es importante y decisiva; (2) Que, sin embargo, está subordinada y es inferior a la de la verdad misma. Ambos puntos son abundantemente evidentes en base del lenguaje de la Biblia y en base de los hechos en ella contenidos: (a) Que Dios ha confirmado sus revelaciones, bien hechas por profetas o apóstoles, mediante estas manifestaciones de su poder, es en sí mismo una prueba suficiente de su validez e importancia como sellos de una misión divina. (b) Los escritores sagrados, bajo ambas dispensaciones, apelaron a estas maravillas como pruebas de que ellos eran los mensajeros de Dios. En el Nuevo Testamento se dice que Dios confirmó el testimonio de sus Apóstoles mediante señales, prodigios y diversos milagros y dones del Espíritu Santo. Incluso nuestro mismo Señor, en quien moraba corporalmente la plenitud de la Deidad, fue aprobado mediante milagros, señales y maravillas que Dios efectuó por medio de Él (Hch 2:22). (c) Cristo apeló constantemente a sus milagros como una prueba decisiva de su misión divina. «Las obras que el Padre me dio para que las llevase a cabo,» dice el Señor, «las mismas obras que yo hago, dan testimonio de mí, de que el Padre me ha enviado» (Jn 5:20,36). Y en Jn 10:25, «Las obras que yo hago en el nombre de mi Padre, ellas dan testimonio de mí»; y en el versículo 38: «Aunque no me creáis a mí, creed a las obras». Jn 7:17: «El que quiera hacer la voluntad de Dios, conocerá si la doctrina es de Dios, o si yo hablo por mi propia cuenta». Indudablemente, la más alta evidencia de la verdad es la misma verdad; como la más alta evidencia del bien es el mismo bien. Cristo es su propio testigo. Su gloria le revela como el Hijo de Dios, a todos aquellos cuyos ojos no han sido cegados por el dios de este mundo. El punto que los milagros están destinados a demostrar no es tanto la verdad de las doctrinas enseñadas como la misión divina del maestro. Esto último, desde luego, a fin de lo primero. Lo que un hombre enseña puede ser cierto, aunque no sea divino en su origen. Pero cuando un hombre se presenta como mensajero de Dios, que sea recibido como tal o no depende en primer lugar de las doctrinas que enseña, y en segundo, de las obras que lleva a cabo. Si no sólo enseña doctrinas conformadas a la naturaleza de Dios y consistente con las leyes de nuestra propia constitución, sino que también ejecuta obras que dan evidencia de poder divino, entonces sabemos no sólo que sus doctrinas son verdaderas, sino también que el maestro ha sido enviado por Dios.

Soli Deo Gloria