«No deben admitirse señales ni maravillas, por grandes y
numerosas que sean, en contra de doctrinas autenticadas; porque tenemos el
mandamiento de Dios, que dijo desde el cielo: "A él oíd", que oigamos
sólo a Cristo» Martín Lutero
Acerca de esta cuestión se han sustentado opiniones
extremas. Por una parte, se ha mantenido que los milagros son la única
evidencia satisfactoria de una revelación divina; por otra, que no son ni
necesarios ni posibles. Algunos argumentan que por cuanto la fe debe estar
basada en la aprehensión de la verdad como verdad, es imposible que ninguna
cantidad de evidencia externa pueda producir fe, ni capacitamos para ver la
veracidad de aquello que no pudiéramos aprehenderlo sin ella. ¿Cómo puede un
milagro capacitarnos para ver la veracidad de una proposición de Euclides, o
que un paisaje sea hermoso? Este tipo de razonamiento es falaz. Pasa por alto
la naturaleza de la fe como la convicción de cosas que no se ven, en base de un
testimonio adecuado. Lo que la Biblia enseña acerca de esta cuestión es:
(1) Que la
evidencia de los milagros es importante y decisiva; (2) Que,
sin embargo, está subordinada y es inferior a la de la verdad misma. Ambos puntos
son abundantemente evidentes en base del lenguaje de la Biblia y en base de los
hechos en ella contenidos: (a) Que Dios ha confirmado sus
revelaciones, bien hechas por profetas o apóstoles, mediante estas
manifestaciones de su poder, es en sí mismo una prueba suficiente de su validez
e importancia como sellos de una misión divina. (b) Los
escritores sagrados, bajo ambas dispensaciones, apelaron a estas maravillas
como pruebas de que ellos eran los mensajeros de Dios. En el Nuevo Testamento
se dice que Dios confirmó el testimonio de sus Apóstoles mediante señales,
prodigios y diversos milagros y dones del Espíritu Santo. Incluso nuestro mismo
Señor, en quien moraba corporalmente la plenitud de la Deidad, fue aprobado
mediante milagros, señales y maravillas que Dios efectuó por medio de Él (Hch
2:22). (c) Cristo apeló constantemente a sus milagros como una
prueba decisiva de su misión divina. «Las obras que el Padre me dio para que
las llevase a cabo,» dice el Señor, «las mismas obras que yo hago, dan testimonio
de mí, de que el Padre me ha enviado» (Jn 5:20,36). Y en Jn 10:25, «Las obras
que yo hago en el nombre de mi Padre, ellas dan testimonio de mí»; y en el
versículo 38: «Aunque no me creáis a mí, creed a las obras». Jn 7:17: «El que
quiera hacer la voluntad de Dios, conocerá si la doctrina es de Dios, o si yo
hablo por mi propia cuenta». Indudablemente, la más alta evidencia de la verdad
es la misma verdad; como la más alta evidencia del bien es el mismo bien.
Cristo es su propio testigo. Su gloria le revela como el Hijo de Dios, a todos
aquellos cuyos ojos no han sido cegados por el dios de este mundo. El punto que
los milagros están destinados a demostrar no es tanto la verdad de las
doctrinas enseñadas como la misión divina del maestro. Esto último, desde
luego, a fin de lo primero. Lo que un hombre enseña puede ser cierto, aunque no
sea divino en su origen. Pero cuando un hombre se presenta como mensajero
de Dios, que sea recibido como tal o no depende en primer lugar de las
doctrinas que enseña, y en segundo, de las obras que lleva a cabo. Si no sólo
enseña doctrinas conformadas a la naturaleza de Dios y consistente con las
leyes de nuestra propia constitución, sino que también ejecuta obras que dan
evidencia de poder divino, entonces sabemos no sólo que sus doctrinas son
verdaderas, sino también que el maestro ha sido enviado por Dios.
Soli Deo Gloria