“Porque según el hombre Interior, me deleito en la ley de Dios, mas veo otra ley en mis miembros que se rebela contra la ley de mi espíritu, y que me lleva cautivo a la ley del pecado que está en mis miembros. ¡Miserable hombre de mí! ¿quién me librará del cuerpo de esta muerte? Gracias doy a Dios por Jesucristo Señor nuestro. Así que yo mismo con la mente sirvo a la ley de Dios, pero con la carne a la ley del pecado.” (Romanos, 7:22-25).
Un creyente ha de ser conocido no sólo por su paz y por su
gozo, sino también por su lucha y por su congoja. Su paz es muy peculiar; la
recibe de Cristo. Es una paz celestial, una paz santa. Su combate, su lucha es
también muy especial; porque la tiene muy arraigada en lo más íntimo de su ser,
le produce verdadera agonía y sólo cesará cuando muera. Si el Señor lo permite,
la mayoría de nosotros esperamos participar el próximo domingo de la cena
del Señor. La gran pregunta que ha de ser contestada antes de participar
de la comunión es: “¿Me he refugiado en Cristo Jesús, o sigo expuesto a la
condenación?”
Quisiera conocer sólo este punto, que a menudo me turba el
pensamiento, ¿Amo yo o no amo a mi Señor? ¿Soy realmente de Él o no lo soy?
Para ayudaros a hacer más clara la pregunta me ha parecido
bueno escoger el sujeto de las luchas del cristiano para que podáis saber por
ello si sois un soldado de Cristo, si realmente estáis peleando la buena
batalla de la fe.
I. EL CREYENTE SE DELEITA EN LA LEY DE DIOS
“Según el hombre interior, me deleito en la ley de Dios’’
(v. 22).
1. Antes de que
el hombre acuda a Cristo, aborrece y le desagrada la ley de Dios. Su alma se
alza contra ella: “La intención de la carne es enemistad contra Dios”.
Primero: el hombre no convertido odia la ley de Dios por ser
tan pura. “Tu palabra es muy pura, por esto la ama tu siervo.” Y por la misma
razón la odia el hombre no regenerado. La ley fue dada como expresión de la
mente pura y santa de Dios. Es infinitamente opuesta a toda impureza y pecado.
Cada palabra y línea de la ley se opone al pecado. Pero el hombre natural ama
el pecado y por esto se opone a la ley, porque ella condena todo cuando el
hombre ama. Del mismo modo que el murciélago no ama la luz y huye de ella,
también el no convertido odia la pura luz de la ley de Dios y se desentiende de
ella.
Segundo: la odia también por su amplitud, por su alcance.
“Ancho en gran manera es tu mandamiento.” Alcanza en sus preceptos todos a sus
actos internos, vistos o no vistos, llega a condenar toda palabra ociosa que
los hombres pronuncian, se extiende hasta redargüir las miradas de los ojos
lascivos, profundiza hasta las más secretas intenciones de pecado y de lujuria
que anidan en el corazón. El inconverso desprecia la ley a causa de su rectitud
y estricta acción. Si su acción se limitase a solamente los hechos exteriores,
entonces quizá podría tolerarla, pero condena también mis pensamientos y deseos
más secretos, lo cual me resulta imposible impedir. Por todo ello el hombre natural
se levanta contra la ley.
Tercero: La odia a causa de su inmutabilidad. El cielo y la
tierra pasarán, pero ni una jota ni una tilde de la ley quedarán en modo alguno
eliminados. Si la ley cambiase, o hiciese algunas concesiones, o tolerase
algunas cosas en según qué casos, e incluso quedase eliminada su acción en
ciertas circunstancias, quizás entonces sí complacería a los impíos. Pero es
tan inmutable como Dios mismo: la ha dictado el corazón de Dios, en quien no
hay variación ni sombra de cambio alguno. No puede cambiar, a menos que Dios
cambie; no puede morir, a menos que Dios muera. Aún en el mismo infierno, en
los tormentos eternos, sus requerimientos y sus maldiciones seguirán siendo los
mismos. Es una ley inmutable porque ha sido promulgada por un Dios inmutable.
Éstas son las razones por las que los impíos odian, con un desprecio también
inmutable, a la ley santa y buena y perfecta
2. Cuando un
hombre viene a Cristo, todo le ha sido cambiado. Puede decir: “Según el hombre
interior, me deleito en la ley de Dios”. Con David puede repetir: ¡Cuánto amo
yo tu ley! es ella mi meditación día y noche.” Con Jesús puede decir en el
Salmo 40: “El hacer tu voluntad, Dios mío, hazme agradado, y tu ley está en
medio de mis entrañas”.
El convertido ama la ley por dos razones:
La ley ya no le es más un enemigo. – Si alguno de vosotros
siente la opresión del temor por causa de sus infinitos pecados y las
maldiciones de la ley que culpablemente ha quebrantado, acuda a Cristo, en
quien hallará descanso. Entonces podrá decir como Pablo: “Cristo me
redimió de la maldición de la ley, siendo hecho maldición por mí, como está
escrito. Maldito cualquiera que es colgado en madero”. Por tanto, nunca más
tendrá temor de aquella temible y santa ley: “Ya no estáis bajo la ley, sino
bajo la gracia”. Nunca más tendréis temor de la ley con que habíais de ser
juzgados en el día del juicio. Imaginaos cuál será la experiencia del alma
salvada una vez terminado el juicio; cuando el terrible cuadro haya concluido,
cuando los muertos, pequeños y grandes estarán en pie delante del
Trono blanco, cuando, la sentencia de eterno castigo se haya dictado sobre
los no convertidos y se leí; sumerja en el lago de fuego que nunca puede ser
apagado, ¿no dirán los redimidos: “yo no he de temer nada más de aquella ley
santa, ya he visto cómo sus vasos de ira han sido derramados, pero no me
ha alcanzado ni una gota de su contenido?”
Creyente en Cristo Jesús, ya puedes hablar así. Cuando tu
alma contemple el alma de Cristo con las cicatrices que le produjeron los rayos
de la justicia de aquella santa ley quebrantada por ti; cuando contemple su
cuerpo traspasado por el pecado, exclamarás: “Fue hecho maldición por mí, ¿por
qué he de temer que me sobrevengan las maldiciones de la ley?” El Espíritu de Dios
graba la ley en el corazón. – Ésa es la promesa. “Después de aquellos días,
dice el Señor, daré mi ley en sus entrañas y escribiréla en sus corazones: y
seré yo a ellos por Dios y ellos me serán por pueblo.” (Jeremías 31:33).
Acudiendo a Cristo desaparecerá vuestro temor a la ley, y por otro lado,
viniendo el Espíritu Santo a morar en vuestros corazones, hará que améis la ley
íntimamente. El Espíritu Santo nunca más abandonará tales corazones. Vendrá al
corazón y lo ablandará. Quitará el corazón de piedra y lo cambiará por uno de
carne y allí escribirá la tres veces -santa ley de Dios. Entonces la ley
resultará dulce al alma y se deleitará íntimamente en ella. “La ley es santa, y
el mandamiento santo, y justo y bueno”. Ahora el creyente desea sincera y fervientemente
que todo pensamiento, palabra y obra se ajuste aquella ley santa. “¡Oh, que mis
caminos fuesen dirigidos guardar tus estatutos! gran paz tienen los que aman
tu ley y no hay para ellos tropiezo”. El Salmo 119 se convierte en el
aliento del nuevo corazón. Ahora el creyente se afana en lograr que todo el
mundo se sujete a aquella ley pura y santa. “Ríos de agua descendieron de mis
ojos porque no guardan tu ley” (Salmo 119-136).
¡Oh, si todo el mundo comprendiese que la santidad y la
felicidad son una misma cosa! ¡Oh, si todo el mundo se hiciese una familia
santa, con su acudir gozosamente todos a someterse a las puras reglas del
Evangelio! Conócete a ti mismo por esta prueba. ¿Puedes decir “me deleito
en la ley de Dios?” ¿Recuerdas cuándo la odiabas? Porque ha tenido que haber un
tiempo cuando la rechazabas, si ahora realmente eres suyo. ¿La amas ahora? ¿Te
enardece el pensamiento de que llegará el tiempo cuando vivirás en la eternidad
bajo sus direcciones de forma total, siendo tú mismo santo como Dios es
santo, puro como Cristo es puro?
¡Oh, venid, pecadores y ofreced vuestros corazones a Cristo
para que escriba por su Espíritu Santo su santa ley en ellos! Demasiado tiempo
ha estado esculpida en vuestros corazones la ley del diablo: venid, pues, a
Jesús, y Él no sólo os guardará de las maldiciones de la ley, sino que
también os dará el Espíritu para que la grabe en vuestros corazones; entonces
notaréis que la amáis en lo más íntimo de vuestra alma. Pedid que juntamente
con Él os sea concedido el cumplimiento de sus promesas. Con toda seguridad que
habéis gustado los placeres del pecado por demasiado tiempo. Venid ahora y
probad los goces de la santidad, fruto del nuevo corazón.
Si murieseis tal como ahora estáis, para toda la eternidad
os quedaría estampado vuestro corazón malo y perverso. “El que es injusto,
séalo todavía, y el que es sucio, ensúciese todavía” (Apoc. 22:11). ¡Oh, venid
a Cristo y permitid que cambie vuestro corazón antes de que muráis! A menos que
nazcáis de nuevo, no veréis el reino de Dios.
II. UN VERDADERO CREYENTE SIENTE UNA LEY OPUESTA EN SUS
MIEMBROS.
“Veo otra ley” (v. 23). Cuando un pecador viene a Cristo,
generalmente piensa que dará un adiós para siempre al pecado: “Ahora -piensa-
nunca más pecaré”. Se siente ya en la misma puerta del cielo. Pero pronto nota en
su corazón una leve sombra de tentación y es forzado a exclamar: “Veo otra ley”.
1. Observamos
cómo la llama Pablo: “Otra ley”. Una ley completamente diferente a la ley de
Dios. Una ley evidentemente contraria a ella. La llama “ley del pecado” (v. 25),
una ley que le impulsará a cometer el pecado, una ley que le urge a pecar a
veces con premios, a veces con amenazas, una “ley del pecado y de la muerte”
(8:2); una ley que, no sólo impulsa al pecado, sino que conduce a la muerte, y
muerte eterna: “La paga del pecado es muerte”. Es la misma ley que en
Gálatas se llama “la carne”: “La carne lucha contra el espíritu” (Gál. 5:17).
Es la misma que en Efesios 4:22 recibe el nombre de “el viejo hombre” que es
guiado por pasiones pecaminosas; la misma ley que en Colosenses 3 es llamada
“vuestros miembros”. La misma que se llama en Romanos, 7:24 “el cuerpo
de esta muerte”. La verdad es, por tanto, que en el corazón del creyente
anidan todos los miembros y cuerpo del viejo hombre, de su vieja naturaleza. En
su vieja naturaleza existe la fuente de todo pecado, la cual ha contaminado
todo el mundo.
2. Observad otra
vez lo que la ley está haciendo, “Se rebela”. Esta ley que se halla en mis
miembros no está quieta, no está inmóvil, sino que se rebela, siempre está en una
acción de rebelión. Así es que nunca puede haber paz en el seno del creyente.
Hay, sí, paz con Dios, pero guerra constante con el pecado. Esta ley que está
en los miembros, cuenta con un ejército de pasiones que radica en lo íntimo del
convertido y guerrea constantemente contra la ley de Dios. Algunas veces,
ciertamente, algún arma es dejada guardada y quieta y permanece inmóvil hasta
que se presenta un momento favorable. Del mismo modo en el corazón las pasiones
a menudo están quietas, pero se hallan en estado de alerta hasta que llega la
ocasión propicia y entonces pelean contra el alma. El corazón es como un
volcán, algunas veces dormita y humea sólo de cuando en cuando, pero en tanto,
el fuego está completamente encendido en el fondo y no tarda en propagarse de
forma violenta al exterior. Hay dos grandes combatientes dentro del alma del
creyente. Por un lado está Satanás, con la carne y todas sus concuspiscencias a
sus órdenes; por otra parte, el Espíritu Santo con la nueva criatura a sus
mandatos. Y así “la carne pelea contra el Espíritu y el Espíritu contra la
carne; y la una es contraria a la otra, para que no hagáis lo que quisiereis”.
¿Triunfa siempre Satanás? En la sabiduría insondable de Dios
la ley en los miembros triunfa en numerosas ocasiones sobre el alma. Noé fue
perfecto y anduvo con Dios y, sin embargo, también fue vencido.
“Y bebió del vino y se embriagó” (Génesis, 9:21). Abraham
fue el “amigo de Dios” y, con todo, mintió diciendo de Sara, su esposa, “es mi
hermana”. Job también fue varón perfecto, varón que temía a Dios y se apartaba
del mal y, a pesar de todo, fue provocado a maldecir el día en que nació. Y lo
mismo pasó con Moisés, con David, y con Salomón y Ezequías y los apóstoles.
3. ¿Habéis
experimentado esta batalla? Es una señal inequívoca que se da en los hijos de
Dios. Me temo que la mayoría de vosotros jamás la habéis experimentado. No
penséis que me engañáis. Casi todos vosotros habéis sentido la batalla cuando
algunas veces ha luchado vuestra conciencia con la ley de Dios. Es una
contienda entre la conciencia y la ley de Dios. Pero no es esa la contienda que
se libra en el seno del creyente. Es una lucha entre el Espíritu de Dios en el
corazón y el viejo hombre con sus obras, la lucha del creyente.
4. Si alguno de
vosotros gime en medio de esa guerra, aprenda a ser humilde, pero no se
desaliente. Sed humildes por causa de ella. – Dios está intentando que muerdas
el polvo con las derrotas para que sientas que no eres sino gusano. ¡Oh, qué
miserable debes de ser, que aun después de haber sido perdonado y de haber
recibido el Espíritu Santo, tu corazón todavía tiene una fuente de maldades sin
número! ¡Cuán vil, que aún en tus más solemnes contactos con Dios, en la misma
casa de Dios, en situaciones terriblemente llenas de responsabilidad -tales
como hallándote arrodillado ante algún lecho de muerte- sientes bullir en tu
seno todos los miembros de tu vieja naturaleza!
Permite que tal situación te enseñe tu necesidad de Jehová.
– Ahora te es tan vitalmente necesaria la sangre de Cristo como lo fue cuando
tuvo lugar tu conversión. Nunca podría permanecer delante de Dios por ti mismo.
Una y otra y otra vez debes ser lavado; aun en el momento de tu muerte
habrás de refugiarte en Jehová – Jehová nuestra justicia. Debes apoyarte en Jesús,
sólo Él te puede sobrellevar. Mantente más y más cerca cada día de Él.
No te desalientes. – Jesús desea ser un Salvador para ti tal
cual eres, quiere ser tu adecuado Salvador. Puede salvarte hasta lo máximo.
¿Piensas que tu caso ha de ser difícil o desesperado para Cristo? Todo aquel a
quien Jesús ha salvado tiene exactamente un corazón igual que el tuyo. Pelea,
por tanto, la buena batalla de la fe; echa mano de la vida eterna. Aplícate la
resolución de Jonathan Edwards:
“Por muchos que aun mis fracasos, nunca abandonaré mi lucha,
me permitirá en lo más mínimo que mis corrupciones la aminoren”. “Al que
venciere, yo le haré columna en el templo de mi Dios” (Apocalipsis 3:12).
III. LOS SENTIMIENTOS DEL CREYENTE DURANTE SU PELEA.
1. Se siente
miserable. – “Miserable hombre de mí” (v. 24). No hay nadie tan feliz en este
mundo como el creyente. Ha acudido a Cristo y ha hallado descanso. Ha hallado
en Cristo el perdón de todos sus pecados. Ha sido hecho cercano a Dios. Tiene
el Espíritu Santo morando en su corazón. Tiene la esperanza de la gloria. En
los tiempos peores y más peligrosos puede mantenerse feliz, porque siente que
Dios está con él. Y, a pesar de todo, hay momentos en que clama: ¡Miserable
hombre de mí! Cuando nota y descubre la terrible plaga que hay en su
propio corazón, cuando siente el aguijón de la carne, cuando su corazón malvado
le es puesto de manifiesto en toda su terrible malignidad… ¡ah, entonces se
postra humillado clamando: “¡Miserable hombre de mí!” ‘ Una razón que pone de
manifiesto su miseria, consiste en que el pecado, descubierto ya en su corazón
en su terrible malignidad, le quita la esperanza de que podrá ser perdonado. Un
sentimiento de culpabilidad pesa sobre la conciencia y una densa nube cubre su
alma. “¿Cómo puedo ahora, al, ahora, acudir a Cristo? “Es su clamor.” ¡Ay de
mí, que he pecado contra mi Salvador!” Otra razón radica en lo asqueroso y
detestable que es el pecado. Causa en el corazón la misma sensación que la
mordedura de una víbora. El hombre natural cae a menudo en un estado de miseria
moral que le convierte en una piltrafa por causa del pecado, pero él nunca es
consciente cuán detestable y asqueroso es. Sin embargo, la nueva criatura en
Cristo conoce cuán vil y miserable es el Pecado. ¡Ah hermanos!, ¿habéis
conocido algo de lo que significa la miseria del creyente? Si no lo habéis
conocido’ os estará vedado el camino que conduce al gozo de la gracia en favor
del pecador, gracia y gozo que constituyen el más preciado don. Si os resultan
desconocidas las lágrimas y gemidos del creyente, también desconocéis su
cántico de victoria.
2. El creyente
busca liberación. – ¿Quién me librará? Antiguamente algunos tiranos
acostumbraban a encadenar a sus prisioneros junto con un cadáver, de tal manera
que por doquiera fuese el prisionero arrastras él el Putrefacto cadáver. Parece
ser que Pablo hace alusión aquí a práctica tan inhumana. Sentía Pablo que su
viejo hombre era un repugnante cadáver corrompido, cadáver que continuamente
llevaba tras sí. Su deseo intenso era verse libre de él. “¿Quién me librará?”.
Vosotros recordáis bien que cuando Dios permitió que un aguijón en la carne
atormentase cruelmente a su siervo, un mensajero de Satanás que le abofetease,
Pablo se sintió impulsado a caer postrado ante Dios. “Tres veces he rogado al
Señor que se quite de mí” ¡Oh, ésta es, la verdadera señal de todo hijo de
Dios! El mundo tiene una vieja naturaleza; todos a una son cada uno “un viejo
hombre.” Pero tal hecho no les hace caer de rodillas porque no tienen la nueva
naturaleza. ¿Cuál es vuestra actitud, almas queridas? ¿La corrupción que
sientes en ‘ti mismo’ te conduce al trono de la gracia? ¿Te mueve ella a
invocar el nombre del Señor? ¿Te hace hacer como la viuda inoportuna que pedía
“hazme justicia de mi adversario?”‘ ¿Hace como aquel hombre que llamaba en casa
de su amigo a la media noche para que le diese tres panes? ¿Es también tu
clamor como el de la mujer cananea que no dejaba a Jesús, invocando de Él una
curación? ¡Ah!, recuerda y sabe que si la concupiscencia obra en tu corazón y
tú continúas tan tranquilo con ella sin clamar por tu liberación, tú no eres de
Cristo.
3. El creyente da
gracias por la victoria. – Ciertamente somos más que vencedores en aquel que
nos amé; podemos dar gracias porque la victoria ya ha sido conseguida. Si aun
en lo más tremendo de la batalla podemos mirar a Jesús y clamar: “¡Gracias a
Dios!” En el momento en que un alma que se lamenta bajo la opresión de su
corrupción fija su alma en Jesús, en ese mismo instante su gemido es trocado en
un cántico de alabanza. En Jesús descubriréis una fuente en que lavar toda
vuestra culpabilidad del pecado. En Jesús hallaréis gracia suficiente para
vosotros, gracia para sosteneros hasta el fin y la segura y firme promesa de
que el pecado pronto será totalmente esarraigado de vuestro corazón. “No temas
que yo te redimí; te he llamado por nombre y mío eres tú”. ¡Ah, esta verdad
cambia los gemidos en himnos de alabanza! Esta es la experiencia diaria de todo
el pueblo de Dios. ¿Es la tuya amigo? Examínate a ti mismo por medio de ella.
¡Oh, si no conoces la canción de alabanza del creyente,
nunca rendirás tu corona con todos los salvos en el cielo a los pies de Jesús!
Queridos creyentes, alegráos en gloriáros en vuestras enfermedades para que
toda la potencia de Cristo os baste. ¡Gloria, gloria sea dada al Cordero!
Soli Deo Gloria